Amanecí en Varsovia bajo los estragos de una sopa zurek que mi inconsciencia me había llevado a cenar la noche anterior en el hotel. La perspectiva de cuatro horas de coche hacia el noroeste, hacia el Báltico y Gdansk, me hizo hasta recordar oraciones infantiles. Pero era la ciudad donde se había fundado el sindicato Solidaridad, la ciudad donde iba a comprar ámbar baratísimo, la ciudad donde había comenzado la II Guerra Mundial. De modo que a la carretera, aun con esa zurek que nunca se digiere.

Lo primero de Gdansk es saber cómo se escribe y cómo se pronuncia. En español, Gdansk, aunque la estudiábamos en la escuela como Dánzig: "El corredor de Dánzig" „decía el profe de Historia con los ojos en blanco„. El sueño criminal de Hitler para unir las dos Alemanias: la ciudad quedó arrasada y hubo de reconstruirse desde cero. En polaco, hay que añadirle una tilde sobre la "n". Y ensayen ustedes el modo de decirla: algo así, Dios me perdone, como "guedainsk". Lo segundo, es saber que se trata de una ciudad de tres horas: alcanzan para hacerse una idea y dejar la hermosa capital de la Pomerania grabada en la memoria para siempre. Luego ya, no oirán voces por las calles (milagro es), quieran o no tropezarán varias veces con el río Motlawa; verán camisetas de fútbol a franjas verdiblancas: su equipo quedó tercero de la Liga de allí. Y si se citan con alguien, lo harán sin duda en el Neptuno con su tridente, junto al ayuntamiento, avanzando por la Ulica Dluga, que suena que alimenta, pero que se traduce por "Calle Larga". Arranca en la Puerta de Oro y muere en la Puerta Verde: poco más de 600 metros. Muy cerquita, se harán la foto más consabida: ante la grúa medieval „"La Grulla"„ de madera. Y paralela, la Calle Mariacka: allí me hice fuerte comprando mil objetos de ámbar, muy cerca de donde naciera el filósofo Schopenhauer, que tanto daño hizo al coco en mi juventud. El paisaje lo cierran en alto las grandes grúas de los astilleros, a menos de una cuarto de hora en coche de la calle mayor. Allí, la historia del electricista (y, luego, presidente del país) Lech Walesa a hombros de sus compañeros sindicalistas, aquel Solidaridad de los 80 del XX. Y sigo otros diez minutos hasta Westerplatte, donde se oyeron los primeros disparos de la Guerra Mundial, junto al mar que se congela a veces, con esos -23º con que me asustan los gedanenses: "No te preocupes; a esa temperatura ni se siente el frío ya".

Vuelto al centro, me imaginé a otro natural de Gdansk paseando por allí: al actor Klaus Kinski, que bajó a la tumba con fama de tan mal tipo. Y ya en el hotel, me entero de que estoy muy cerca de la casa natal del Nobel Günter Grass, pegadito al lugar que ocupó su escuela. Salgo a pasear, a encontrarla. Está helando. Me da igual, porque acabo de ver que servían sopa zurek en el menú de la cena, y uno no está ya para dobletes.