Mil años después de haber sido derrotado en Simancas, a Abderramán III le han dado la puntilla en Cadrete. Ha ordenado Vox la retirada de su busto en el pueblo de Zaragoza, inaugurando una especie de contraofensiva a la aplicación de la Ley de Memoria Histórica. Una condena de la memoria „ damnatio memoriae en latín, que viste mucho para estas cosas„ aplicada con un milenio de retraso.

El quita y pon de las estatuas de mandatarios en realidad se ha hecho siempre. Se trata de una tradición tan consolidada que podría aspirar ante la Unesco a patrimonio inmaterial de la humanidad. Sin irnos muy lejos en la historia, ahora que Chernobyl nos ha devuelto tan vívidamente a los ochenta, me vienen a la memoria aquellas fotografías de enormes efigies de Lenin boca abajo o directamente decapitadas tras la caída de la Unión Soviética, materialización simbólica del rotundo fracaso del imperio comunista.

En los últimos años, también se han retirado estatuas de Cristóbal Colón en varios países de América Latina, y en los Estados Unidos se promueve la eliminación de monumentos a héroes confederados por considerarlos defensores de un Sur racista y esclavista.

Algunas sensibilidades muy del siglo XXI exigen ardorosamente una revisión general de símbolos que, llevado al extremo, nos dejan a todos sin país y casi sin civilización. Al fin y al cabo, en España llevamos cuarenta años de democracia frente a varios milenios de otro tipo de regímenes que han dejado su rastro pueblos, calles, universidades, castillos y hasta mámoas; por no hablar de que, de entre los escritores, pintores, soldados, reyes, ministros, inventores o pensadores históricos de ambos sexos, ni uno solo pasaría un test elemental del buen ciudadano de nuestro tiempo. Así que, como empecemos a pasar lista, no vamos a dar hecho con tanta demolición.

Por supuesto, el revisionismo va más allá de lo monumental. También cree que Las Aventuras de Huckleberry Finn no son aptas para leer en la escuela, los cuadros de Balthus son prácticamente pedófilos y no deben ser exhibidos en los museos; el New York Times ha eliminado las viñetas cómicas políticas para que nadie se ofenda, Woody Allen no encuentra una editorial que quiera publicar sus memorias y, nada menos que en Harvard, los irresponsables que están a cargo de tan prestigiosa Universidad destituyen al decano de un colegio mayor y a su esposa, por participar él como abogado defensor en el juicio de Harvey Weinstein, ante la furiosa presión de unos jóvenes con tanta cabeza hueca como ínfulas.

Ante este desmadre de corrección política, ante las multitudes indignadas y equivocadas, ante la pretensión tontuna de que nadie se ofenda, es posible que solo los canallas nos ofrezcan un camino a la esperanza. No me refiero a cualquier tipo de canalla, claro, sino al canalla pata negra, el que se lanza a la libertad tirándose en plancha y sin miedo al tortazo, el que nos desafía con afirmaciones de lógica tan inapelable como incorrecta, los que se ríen del que se ofende fácilmente, los que mancillan principios sacrosantos, nos provocan a sabiendas y sueltan boutades para hacernos reaccionar.

Canallas necesarios, atípicos, ácratas, egocéntricos e individualistas, depositarios del arma definitiva para desenmascarar a tontos y a mentirosos, la inteligencia irreverente.