Uno de los recuerdos que permanecen en el tiempo es el de los pocos maestros que lograron ensanchar nuestro horizonte como alumnos. No es tarea fácil ni son muchos quienes lo consiguen. Tienen que reunir cualidades muy diferentes, a veces casi opuestas. No importa que sean originales, pero sí que sepan transmitir una pasión. No importa que sean cultos, pero al menos que no sean incultos. No es necesario que sean divertidos, pero sí que sepan escuchar a los alumnos. De hecho, a medida que pasan los años, cada vez me convenzo más de que los buenos profesores son aquellos que tratan a los estudiantes con cierta devoción filial y no como críos a quienes convencer de una supuesta verdad. Los peores profesores son siempre aquellos que viven por y para una ideología, colegueando con los adolescentes, o aquellos otros que ocultan al alumno tras el rostro anónimo de las cifras. Recuerdo, sin embargo, a sor Maria Bessona, la monja con quien aprendí a leer cuando tenía tres años. Dudo que hubiera terminado siquiera el Bachillerato. Cuidaba de los niños más pequeños, a los que enseñaba a atar cordones o, como era todavía habitual en aquel entonces, a permanecer sentados en silencio largo rato en la clase. Aunque fue ella, cuando comprobó que me gustaba hojear los libros, la que me invitó a acompañarla durante el recreo, donde aprendí a leer, sílaba a sílaba, mientras merendábamos con las demás profesoras. Hay algo en ese acto de generosidad que no forma parte del sueldo de nadie, pero que nos humaniza de un modo extraordinario. Cor ad cor loquitur, decía Francisco de Sales. En efecto, el corazón escucha y habla al corazón: he aquí el auténtico brillo del maestro genuino.

Creo que, en cada etapa educativa, tuve la suerte de contar con alguno de estos docentes excepcionales. En Primaria recuerdo, sobre todo, a dos: a Santiago Barrado, que me dio Sociales en sexto, y a Paca Sastre „también a Magdalena y a Joana„, para quien escribí el primer relato del que pude sentirme orgulloso: un cuento „ya perdido entre mis papeles„ sobre los flamencos, lejanamente inspirado en Horacio Quiroga. Ya en COU tuve a otros dos grandes profesores, muy distintos el uno del otro. Gran experto en canto gregoriano y polifonía renacentista, Sebastià Melià nos daba Filosofía, pero además nos enseñaba las claves del buen gusto musical. En aquellos años, seguramente ningún profesor me impactó más que Miguel de Vargas, que impartía Historia del Arte. Era un maestro en el sentido antiguo de la palabra: preparado, conciso, muy poco retórico, con un gran gusto por el detalle, buen conocedor de la tradición de los hispanistas. Curiosamente, en la universidad, los dos profesores que más me impresionaron no los tuve en clase, sino que los traté en su despacho: uno fue Jesús Longares, catedrático de la Universidad de Zaragoza, y el otro Vicente Medina, profesor de Seton Hall. Ambos me enseñaron a leer, que es algo aún más valioso que el conocimiento.

Las personas maduramos a salto de mata, sin grandes referentes que nos orienten. Los buenos maestros „dentro y fuera de las escuelas„ nos enseñan por emulación y nos recuerdan la importancia de mejorar continuamente. Los jesuitas, fieles a la espiritualidad ignaciana, se referían a un término latino, magis (más), para ilustrar este camino: saber más, ser mejores.