Extraño país es Galicia", exclamó George Borrow nada más traspasar las lindes del Padornelo en su desaforado empeño de vender biblias por toda España, allá a mediados del siglo XIX. El asombro de Don Jorgito el inglés, como le llamaban en confianza los paisanos, tenía que ver con las abruptas montañas, la falta de herraduras para los caballos y el hecho de que los confines del reino estuviesen guardados en aquella época por una tropa uniformada de delincuentes huidos de la Justicia. Ahora se llega a Galicia por cómodas autovías en las que „sobra decirlo„ no ejercen su oficio los salteadores de caminos; pero, aun así, los modernos viajeros siguen admirándose por las rarezas de este lugar. A casi todos les choca la existencia de una España donde no hay toreros y en la que el sol escatima su luz con franca avaricia. Una tierra de verdor irlandés, casi siempre cubierta por una boina de nubes, abundante en vacas, aguardiente y gaitas ha de parecerles por fuerza una anomalía.

En realidad, el clima y el paisaje no difieren en exceso del resto de la parte norte de la Península; pero no se trata solo de eso. Al visitante guiri le sigue llamando la atención lo poco que concuerda esta esquina del noroeste con la imagen genérica „y seguramente tópica„ que por ahí fuera tienen de España.

La escasísima afición a la tauromaquia lleva a muchos de ellos a pensar, por ejemplo, que los gallegos son unos españoles algo raros; pero no hay tal. Cierto es que la fiesta nacional nunca tuvo aquí gran predicamento y ya solo ofrece un par de espectáculos al año en el coso de Pontevedra. No es menos verdad, sin embargo, que, en materia de corridas, Galicia puede exhibir al toro "Mario Xacobeo", que durante varios años consecutivos se proclamó ganador del campeonato de sementales de España.

Aquel soberbio ejemplar era un eyaculador frenético que surtió de 275.000 dosis de semen a las vacas de más de media docena de países: desde los Estados Unidos o Inglaterra al estrictamente islámico Irán. El campeón, que murió hace ya algún tiempo, tal vez a causa de sus excesos laborales, alumbró la clara evidencia de que en Galicia sí hay toros, aunque se les explote para otra clase de corridas.

Tampoco la gaita, que tanto pasmo produce a quienes vienen buscando flamenco y tablao, es un rasgo exclusivo de Galicia. La tocan igualmente en Asturias o en Escocia, aunque quizá no sea tan conocido el dato de su uso en Turquía, el norte de África y las tierras de Oriente Medio.

El clima, ciertamente, se asemeja más en Galicia al de las Islas Británicas que al de la mitad sur de la Península, si bien esta es cuestión de lógica una vez que se observa el huso horario y otras coincidencias de orden geotérmico con esos lugares. Otra cosa es que los gallegos compartan con los británicos la afición a la ironía y al sobreentendido, que viene a ser una manera de decir las cosas sin decirlas del todo. Algo similar, aunque no exactamente igual, al understatement inglés.

No es probable que estas rarezas, por así decirlo, sean la causa que atrae al creciente número de extranjeros que en los últimos años llega a Galicia, mayormente a pie y por los varios caminos de Santiago. Más probable parece que esta afluencia de viajeros, todavía módica, responda a la búsqueda de nuevos destinos turísticos, ahora que ya hay colas hasta en la cordillera del Everest. Aunque este no sea ya, por fortuna, el exótico país que asombró hace siglo y medio a Don Jorgito el inglés.