Menos temerario, pero bastante más perspicaz que aquel Zapatero con el que injustamente se le compara, el presidente Pedro Sánchez ha fijado la sesión de su investidura para el día 22, sin asegurarse antes los apoyos que necesita. Y qué más da. Como mucho, va a chafarle las vacaciones a sus presumibles socios de la izquierda mientras los ablanda bajo el sol de julio.

El interino de La Moncloa dispone ahora de tres semanas para convertirse otra vez en fijo de plantilla como presidente; y todo sugiere que, pase lo que pase, va a alcanzar ese objetivo. Ya sea en el primer envite o más adelante, las circunstancias juegan a su favor.

Lo que Sánchez pretende es una joint venture o asociación temporal de empresas para ejercer el gobierno en solitario, aunque los socios compartan también el riesgo de la operación. Su idea es que los consejos de administración del PSOE y de Unidas Podemos discutan no tanto el número de cargos que corresponde a cada empresa como la estrategia de venta del producto, que en política se llama programa.

Tal pretensión choca con la de Pablo Iglesias, consejero delegado de Podemos que aspira y hasta suspira por ser ministro, aunque sea del ramo del Aire o de la Marina. Para su desgracia, no tiene mucho género que ofrecer a cambio en el regateo de mercachifles que ya se avecina.

Sánchez, que preside la compañía claramente mayoritaria en este trato, quiere gobernar solo con su marca, lo que parece lógico. A nadie le apetece formar peña con un socio al que el consorcio de la Unión Europea ve con desconfianza e incluso franca alergia. Técnicamente, nada le impediría condescender a los deseos de Iglesias; pero ya se sabe que la imagen es igual de importante o más que los hechos en el dominio publicitario de la política.

De su otrora enemigo y predecesor Mariano Rajoy, el aspirante Sánchez parece haber aprendido el arte vagamente zen de no dar importancia al tiempo. Si en las próximas semanas le tuerce la mano a Iglesias, su investidura estaría más o menos garantizada; pero tampoco sucederá nada de particular si el Congreso le niega los votos que precisa.

La alternativa a ese acto de investidura, que tiene algo de magia y de aritmética, no es otra que la convocatoria de unas nuevas elecciones allá para el mes de noviembre. Eso convertiría a España en uno de los países más votadores del mundo en el doble sentido de la palabra votar, esto es: el de poner una papeleta en la urna y el de echar juramentos por la boca. Ambas reacciones son previsibles en el caso de que los políticos convoquen nuevamente a los ciudadanos al colegio electoral.

Sugieren los sondeos que, si tal sucediese, el PSOE aumentaría sus beneficios en detrimento de la menguante empresa de Iglesias, o, lo que es lo mismo: hagan lo que hagan sus eventuales socios, al final gana Sánchez. Es solo cuestión de tiempo.

Podría objetarse, a lo sumo, que no es bueno para el país un largo período de interinidad en el mando; pero qué va. España estuvo casi un año sin gobierno en el 2016 y, al igual que había sucedido anteriormente en Bélgica, pocos ciudadanos advirtieron esa carencia. Los trenes siguieron saliendo, la economía creció, las cifras de paro descendieron y hasta podría haber mejorado el clima durante ese período. No pasa nada por esperar a que Sánchez gane otra vez. Como ya empieza a ser costumbre.