Hace tiempo que nuestros Gobiernos, al menos los que se dicen de izquierda porque nada puede esperarse de nuestra derecha, debieron haber puesto a la Iglesia católica en su sitio: no lo hicieron y así pasa lo que pasa.

Y lo que sucede son cosas como la última injerencia del embajador de un Estado, el Vaticano, en los asuntos internos de este país, tan inadmisible como la de algunos embajadores de los EEUU de Donald Trump en los asuntos políticos europeos.

"A César lo que es del César", dicen que dijo el Jesús del Nuevo Testamento, pero como muchas de sus mejores enseñanzas no parece que las tomen muy en serio quienes, sólo para lo que les interesa, se proclaman sus seguidores.

Respetaremos a la Iglesia católica, apostólica y romana el día que ella nos respete como ciudadanos y respete también a las instituciones democráticas de las que nos hemos dotado, empezando por el Parlamento.

Y el Parlamento decidió democráticamente un día que los restos de un general que encabezó un levantamiento militar contra el Gobierno legal de la República y ejerció luego una durísima represión, disfrazada de paz, que duró cuatro décadas, no podían seguir en el Valle de los Caídos junto a los de muchas de sus víctimas.

¿A qué vienen ahora las palabras de despedida del nuncio del Vaticano, afeando el empeño del Gobierno de "resucitar" a Franco con el argumento de que hay "tantos problemas en España y en el mundo" como para ocuparse del cadáver del dictador?

Efectivamente, en el mundo actual no faltan los problemas: problemas de opresión, de explotación, de miseria, de desigual reparto de la riqueza, y ¿qué ha hecho por cierto la Iglesia para intentar solucionarlos más allá de predicar que "los pobres heredarán el reino de los cielos"?

Lo que sabemos hoy de la Iglesia católica es su oposición radical al aborto, que llaman "defensa de la vida", la demonización de la homosexualidad, que muchos obispos se empeñan en tratar como una enfermedad, o del feminismo, que denuncian como "ideológico".

Lo que sabemos de la Iglesia, sobre todo la española, es su hipócrita negativa a hacer toda la luz en los abusos de menores cometidos a lo largo de los años por algunos de sus sacerdotes, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros países.

Lo que sabemos también es su voracidad al inmatricular, es decir de inscribir a su nombre, con la inestimable ayuda del gobierno de entonces del PP, de toda suerte de bienes inmuebles, empezando por esa joya de nuestro patrimonio cultural que es la mezquita de Córdoba.

O sus continuas presiones sobre el poder político para evitar pagar el impuesto sobre esos bienes y no ya solo el de los dedicados al culto, a diferencia de lo que tienen que hace en otros países de nuestro entorno.

Claro que en esto tienen mucha parte de responsabilidad nuestros acomplejados gobernantes, incluidos los de la izquierda socialdemócrata, excesivamente temerosos siempre del poder de la Iglesia.

¿Poder de la Iglesia? ¿Influencia sobre los fieles a través de sus sermones dominicales? ¡Pero si cada vez son menos los que van a misa! Tal vez la que siguen teniendo en el sector educativo ya que controlan el 60 por ciento de los colegios concertados y han conseguido que se incluya la asignatura de religión en los planes de estudio.

¿Tan poco seguros del poder de su fe están los obispos que tratan de imponerla en las aulas a las jóvenes mentes? A medida que disminuyen las vocaciones „y ¿hay que extrañarse, a la vista de los escándalos?„ más aumentan sus intentos de control en el sistema educativo.

Un poco más de valor frente a una Iglesia envalentonada por la debilidad que ven en la otra parte es lo único que pedimos a quienes hemos elegido para que nos gobiernen. ¡Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios! ¡No sigamos confundiendo ambos planos!