Nada nos devolverá los días del esplendor sobre la hierba pero siempre habrá una foto que nos retrotraiga al ayer. La de Carles Puigdemont en mangas de camisa, brazos en jarra, posando junto a uno de los autobuses de Autocar Fons, que trasladó a Estrasburgo a los manifestantes independentistas catalanes, es una apoteosis del revival. También del ridículo, porque resulta que Puigdemont, no subió a bordo, se quedó en tierra honrando más que nunca la figura tradicional del caganer que en los belenes se esconde en un rincón para defecar.

Ante el riesgo de ser detenido y expulsado del territorio francés en dirección a la frontera española, Puigdemont decidió no secundar la protesta en la sede de la Eurocámara. Realmente le hubiera gustado que lo detuvieran y, como sucedió en Alemania, un juez local impidiese su extradición. Pero Puigdemont no se fiaba de Francia ni de la intención de sus magistrados, presumiblemente más comprometidos con la euroorden que el tribunal de Schleswig-Holstein.

No hizo falta tampoco que su abogado le insistiera para no subirse al autobús de la manifa. Él mismo tiene resuelto el dilema de lo que es afrontar su responsabilidad desde el día en que les dijo a los compañeros del procés nos vemos el lunes en la oficina y se fue a comprar tabaco a Bruselas. Puigdemont se ha olvidado de la vieja consigna de que aun huyendo hay que ir delante. Boye, su abogado, reflexionó sobre el riesgo inasumido: "Si los detienen (a él y a Comín) y los meten en un avión hacia Soto del Real no sabemos qué va a pasar". Lo primero, que alguien tendría que encargarse de limpiar la tapicería de los asientos.