El pasado 7 de julio, como impone el calendario festivo del verano, tuvimos el inicio de las celebraciones en honor de San Fermín cuya atracción principal son los encierros; es decir, la suelta muy de mañana por las estrechas calles del casco viejo de Pamplona de los toros que van a ser lidiados (y muertos a espada) por la tarde en la plaza. Un trayecto corto, de apenas 649 metros, que va desde los corralillos de San Francisco hasta los corrales del coso municipal. El ritual es siempre el mismo y muy conocido universalmente desde que se difundieron urbi et orbe las imágenes de un divertimento tan peligroso y acudieron a contemplarlo celebridades y curiosos llegados de todas partes. A las ocho, con la fresca, explota en el aire un cohete, se abren las puertas de los corralillos, los toros precedidos por los cabestros inician veloz carrera hacia lo que será su último destino, y delante de ellos una turbamulta de aficionados al riesgo se pone a correr por turnos delante de ellos mientras tratan de zafarse de una cornada mortal. El espectáculo, por su peligrosidad, debería estar prohibido, pero lejos de ello las autoridades contribuyen a fomentarlo porque se ha convertido en una muestra del vigor y de la valentía de la raza, además de un potente, y muy rentable, aliciente turístico. Y el dato lamentable de que numerosas personas hayan muerto o resultasen heridas en el transcurso de esa demencial carrera no ha hecho más que aumentar el atractivo del festejo. La inconsecuencia cuando se convierte en tradición (y hasta en cultura como proclaman algunos exegetas de la barbarie) adquiere carta de naturaleza y a la postre resulta imbatible. Empezando por su santo patrocinio. ¿Qué tendrá que ver San Fermín de Amiens, obispo mártir de esa localidad francesa, con las corridas de toros, salvo por el detalle sangriento de que coinciden en la degollación como forma expeditiva de poner fin a su vida? Nada de nada. No me gustan los tumultos, y por esa misma razón, no me gustan las fiestas de San Fermín a las que solo acudí una vez cuando un colega que disponía de una casa con ventanas a la céntrica calle de la Estafeta me invitó a contemplar un encierro desde tan privilegiada situación. La irrupción de los toros precedidos a la carrera por decenas de individuos que se atropellaban los unos a los otros para salvarse de una cornada me resultó muy desagradable y me retiré al interior del piso mientras se oían los gritos y los chillidos histéricos de los que observaban el lance desde un lugar seguro. La afición a provocar miedo y eso que se llaman emociones fuertes, como ingredientes necesarios de la diversión, está muy extendida. Hasta en la política. Ahí tenemos esa mala costumbre de los dirigentes de los partidos de acumular problemas sin resolver hasta el último momento, encerrarlos en un corral, y luego darles salida para ponerse a correr insensatamente delante de ellos a riesgo de sufrir una cornada. Insisto, no me gustan los tumultos, ni los encierros, ni los festejos en los que corren el alcohol y las drogas para estimular la brutalidad. Y menos todavía desde episodios denigrantes como el de la manada.