Uno se pasa la vida anhelando aquello de lo que no tiene en demasía, al tiempo que permite que su mente fabule sobre lo que haría en el hipotético caso de llegar a tenerlo.

El ser humano, en general, centra sus expectativas de felicidad en lograr todo aquello de lo que carece, principalmente en la obtención del siempre insuficiente vil metal y en la consiguiente medra socioeconómica que acarrea el nacimiento o incremento de un buen montón de parné.

Dejando de lado anhelos como las banalidades anteriormente mencionadas, no somos conscientes de la suerte real de la vida, básicamente porque el que tiene tiempo para pensar en las estupideces comentadas, suele gozar de los dos factores de felicidad más importantes que existen: la salud y el cariño „en mayor o menor medida„, de un puñado de personas.

Lo único realmente clave e impagable de este devenir llamado existencia, no solicitado por ningún mortal y al que nos arrastran de forma irrefrenable las horas, los días, las semanas, los meses y los años; no tiene precio y „por lo tanto„ no se puede comprar y ello lo convierte en lo más caro e inaccesible del mundo.

Una buena parte de nosotros somos ricos sin saberlo. Ricos en amigos, en sonrisas, en apoyos, en ayudas, en comprensión y hasta en amor... E incluso los hay que, por si todo esto fuera poco, tenemos la suerte de gozar de una salud aceptable... Y, aun así, queremos más. Nos olvidamos de mirar a nuestro alrededor y de ponernos en otras pieles carentes de caricias, deambuladoras por los abismos de la oscura enfermedad, o incluso de ambas premisas al tiempo.

Es más sencillo mirar hacia arriba que hacerlo hacia abajo. Es más fácil lamernos nuestras heridas y regocijarnos en nuestras desdichas, que dar gracias a la vida simplemente por poder llamarse así... Por permitirnos reír, llorar, alegrarnos, enfadarnos, expandirnos o apretarnos... Por poder hacer lo que nos dé la puñetera gana sin sentir el desamparo de la soledad, el miedo al sufrimiento o la sombra silenciosa y malvada de una inminente desaparición.

Aprendamos a ser personas, que en realidad es lo más complicado que se puede llegar a ser. Alcanzar ese grado deja desbancados a todo el resto de los títulos y cualificaciones habidas y por haber. Nada es más importante que vivir acariciando la categoría de ser humano; alguien que sabe mirar a la vida con la cara que esta se merece en cada ocasión, pero sin olvidar que son las cosas pequeñas aquellas que la hacen grande y que, la mayor parte de las veces, las damos demasiado por hecho mientras olvidamos que muchos otros querrían pasar un mísero rato en nuestra piel.

Juguemos a las tabas con nosotros mismos, riámonos de nuestras sombras e, incluso, cuando sintamos que la tierra se abre bajo nuestros pies, salgamos, conozcamos y compartamos. Seguramente así nos resulte más sencillo minimizar los problemas que a todos nos acechan por igual y comprendamos lo afortunados que somos por tener con quien hacerlo y por saber que „en principio„ mañana tendremos una nueva oportunidad.