Todos duermen aún, pero el sol ya se derrama por todas partes. Hasta el café brilla augurando un claro día de verano. Rompo el silencio con un viejo vinilo de Hendrix que empieza a cantarle a Joe y le pregunta si es cierto que va a pegarle un tiro a su mujer. Joe va a hacerlo, y lo hace, porque ella tonteaba con otro hombre. ¿Otra canción que hoy sería imposible? El mero hecho de romper el placer del momento con esta pregunta tiene algo de desolador. Ya puestos, decido sumergirme en la vorágine de la actualidad y buceo en la prensa diaria. Siguen coleando los mismos asuntos que en los últimos días.

Sánchez sigue siendo el príncipe que necesita casarse para acceder al poder. Los candidatos han ido pasando por el palacio enseñando, seductores, las enaguas. Pero no se anuncian campanas de boda y se amaga con repetir el baile. Un desastre.

El Orgullo sigue siendo noticia. La polarización social ya hace tiempo que se ha convertido en algo venenoso y asfixiante. Los mismos que consideran agresiones que un camarero le sirva a él la cerveza y a ella el refresco, hacen chanzas cuando una multitud brama, insulta y lanza todo lo que tiene a mano.

Gritar, insultar, empujar o lanzar cosas a los políticos „a los otros, claro„ es aceptable para demasiada gente. Desde que se introdujo aquello de la "casta" y el "jarabe democrático" de los escraches, muchos ven que tratar de este modo a un representante político es casi una lucha heroica, una causa, olvidando que así no se trata a nadie. Y en masa, menos.

La tolerancia se nos está escapando como arena entre los dedos.

Tanto nuestra Constitución como la Declaración de Derechos Humanos, protegen, no solo la integridad física de las personas, también la integridad moral y prohíben cualquier trato degradante. Son derechos fundamentales la libertad ideológica, la seguridad, el derecho al honor y a expresar los pensamientos, ideas y opiniones y darles difusión, reunirse y manifestarse. Ninguno de estos derechos pueden ser limitados más que por la Ley. Ninguna persona o colectivo puede ponerles coto.

Es paradójico que el último episodio de estos desmanes se haya producido precisamente en el Orgullo, porque el mismo artículo constitucional que prohíbe tajantemente la discriminación por condiciones personales, sexo, raza, religión... prohíbe con la misma contundencia y de forma expresa discriminar por motivos de opinión.

Todos los que no ven tan grave lo que pasó el otro día, jamás consentirían que ningún colectivo organizase un acto o manifestación del que la organización diga que no serían bienvenidas mujeres, musulmanes o gitanos. Menos aún que, a quienes sí se atreviesen a asistir, se les expulsase mediante gritos y amenazas. El clamor se escucharía en todas partes. La ideología y la opinión comparten la misma protección.

Se dice que hacen falta 66 días para crear un nuevo hábito. Quizá nuestro país necesite una moratoria. Dos meses y seis días para que todos los que se dicen defensores de la libertad pero miran con simpatía acosos y coacciones contra personas o grupos con otras ideas, deban defender los derechos de aquellos a los que detestan. 66 días reivindicando cada mañana a las doce la libertad de expresión de ese tipo que nos parece equivocado, o despreciable o nos revuelve las entrañas. Prescindir de la violencia y, con su libertad y la nuestra intactas, rebatir con contundencia lo que sea necesario. Como si eso fuera poca cosa. En fin. Café.