Coincidiendo con el mercado de traspasos de la Liga, se ha abierto también la lonja para la formación del gobierno central y algunos de los autonómicos. Es una interesante subasta en la que se truecan „o se pretenden trocar„ cargos por votos bajo el alto objetivo de garantizar la gobernación del país. Otra cosa es que dé la impresión, tal vez errónea, de que el quid de las negociaciones consiste en pillar cacho en un ministerio, una consejería o lo que pueda caer en el reparto. Todo sea por el cargo.

Aquí no se negocian programas ni principios, que pueden ser mudados al gusto del consumidor. De lo que se trata es de fijar la recompensa a cambio del apoyo al partido que aspira a ejercer el mando.

Estas cosas ocurrían ya en tiempos del fenecido bipartidismo: solo que se notaban menos. Lo habitual entonces era que las victorias electorales llegasen por mayoría absoluta o suficiente, de tal modo que las peleas por el reparto del botín se limitaban al partido ganador. Y, aun así, no resultaban infrecuentes las crisis internas, dado que el número de aspirantes suele exceder, por lo general, al de cargos disponibles.

La irrupción de los partidos de la nueva vieja política, sumada a la de los nostálgicos del Cid Campeador, ha complicado extraordinariamente la práctica de ese habitual prorrateo de puestos de mando. Ahora hay tres derechas y al menos dos izquierdas de peso en las instituciones, que, a falta de mayoría clara, han de acudir a las artes del regateo propias de los tratantes de feria.

Ninguno de sus líderes „o managers„ disimula el carácter mercantil de la transacción. "Nuestro apoyo no saldrá gratis", dicen con soltura los patriotas de Vox cada vez que sus dos teóricos compañeros de cama „el PP y Ciudadanos„ intentan que el embarazoso ménage à trois no lo parezca. Por la banda de enfrente, su contraparte de Podemos insiste también, erre que erre, en que Pedro Sánchez les haga la gracia de algún o algunos ministerios en un gobierno de concentración a cambio de investirlo como presidente. De balde, o a cambio de ideas en un programa, aquí no se da ni la hora. La regeneración de la política que tantos millones de votos dio a los partidos emergentes „y ahora declinantes„ era, al parecer, esto. Acabar con las prácticas caciquiles del régimen del 78 mediante una sutil táctica de imitación de los viejos procedimientos del PP y del PSOE, tan ferozmente denunciados en su día por quienes han descubierto en un santiamén el discreto encanto de los sillones del Congreso.

Viejos y nuevos políticos parecen empeñados en abonar la idea algo reaccionaria de que todos ellos son iguales. Todos, desde luego, dicen comparecer a las elecciones para arreglar el país; aunque lo primero que hagan tras ser elegidos es arreglarse el sueldo y entablar peleas a muerte por los cargos.

Extraña manía esa de querer asumir responsabilidades de mando. Un cargo lleva aparejadas cargas, como su nombre indica; y, poco o mucho, obliga a hacer algo a quien sea llamado a ejercerlo. Es también un concepto de imposible feminización, como prueba el dato de que a nadie se le haya ocurrido dirigirse a su staff directivo con la expresión: "queridos altos cargos y altas cargas".

Dulce es la carga del poder, decía Maquiavelo (y si no lo dijo, seguro que lo pensó). No digamos ya la carga del cargo con derecho a coche y ayudantes.