Aunque estaba nublado, la buganvilla del jardín lucía esplendorosa a espalda de los comensales que el pasado domingo disfrutábamos de un almuerzo festivo en la finca de Fontán (Sada). A las 3 de la tarde sonó la alarma horaria de un móvil, y la dueña del cotarro comentó sin dar la mayor importancia al soniquete: -¡Es la hora de la misericordia!, aclarando a continuación a los sorprendidos comensales que así llamaba ella a la hora, al momento, de finalizar el trabajo y salir de la oficina. Convenimos en que no le faltaba razón con ese calificativo, y echamos unas risas. Pensándolo mejor después, valoré que vivir esclavos de las horas puede resultar agobiante e insolidario en ocasiones. El colega Adrianey Arana ha escrito recientemente en su blog: "De ahí que trabajar con 'gente' „se refiere a críos„ que todavía desconoce la hora, la fecha o el calendario despeje tu mente. La mantiene con el nivel de humor necesario para refrigerar el calentamiento global laboral del queme, del burnout y todo eso". Ahí voy: horario el conveniente, pero sin la rigidez del minuto, con la apertura del saber esperar cuando es necesario, y la soltura también de meter prisas en atención a los demás.