Al menos, una vez a la semana. Y sé que cuando ya no esté, añoraré no haber invertido más tiempo. Decido ir a casa de mi padre caminando, son poco más de treinta minutos a buen paso. Me cruzo con mis congéneres absortos en las pantallas de sus móviles. En busca de la bendición de ese algoritmo asistente que decide sobre el destino de nuestra existencia. Postulando una utópica vida en el flujo de datos que alguien a buen seguro ha de comprar.

Justo ahí jugaba yo a las canicas y a la peonza. Ahora es un salón de apuestas donde los chavales se arraciman en la entrada. ¿Qué tal, papá? Déjame verte, contesta, con esa vista cada vez más maltrecha por la diabetes. ¿La señora no te protesta por la barba? Sonrío en silencio mientras sirvo un par de tazas de café.

Y me siento a escuchar sus viejas historias de marino mercante. De sus viajes por medio mundo, camaradería humana contra los golpes de mar. Le observo y le admiro, aunque nunca se lo diga. Pues en sus arrugas y canas representa la sabiduría, convenciéndome de que en este mundo que me rodea, quizás no está todo perdido.