La buena noticia es que Woody Allen va a rodar una nueva película. La mala, que de manera necesaria quedará lastrada por lo que le ha ocurrido desde que fuese acusado por su hija adoptiva Dylan Farrow de abusos sexuales. Por más que a Dylan la examinasen los médicos del hospital de Yale-New Haven sin encontrar rastro alguno de esos supuestos abusos, y que en pleno auge de la campaña del movimiento #MeToo los fiscales no acusaran a Woody de delito alguno, el episodio no puede tomarse por agua pasada, por esa corriente que ni mueve molino ni deja huella.

El cine de Woody Allen es un compendio de análisis de trazo tanto grueso como fino acerca de las relaciones humanas y, en particular, de las que se dan entre un hombre „él mismo, casi siempre„ y una mujer. El sexo está presente de forma hasta obsesiva en sus películas aunque sea en clave de humor y quede limitado por las dificultades que tiene su personaje eterno para lograr la relación deseada. Las risas aparecen justo por el patetismo que transmite un seductor incapaz de llevar adelante su papel. Su primera película, dirigida por Herbert Ross por la declarada falta de competencia de Allen en 1972 para hacer cine pero que seguía los pasos de su obra de teatro Play it again, Sam, se tradujo en España como Sueños de un seductor como si un título tan explícito fuera necesario. Resulta obvio que no, que no lo es; la frase emblemática de Casablanca se bastaba de sobras para enmarcar los conflictos del personaje que quiere ser como Humphrey Bogart pero no lo consigue nunca.

¿Se puede hacer el cine de Woody Allen manteniendo la corrección sexual que exigen los tiempos actuales? Lo dudo mucho. Desde la nostalgia de Casablanca a cualquiera de los títulos posteriores, con Annie Hall como mejor síntesis de todos ellos, lo que se nos muestra en la pantalla viene a ser como un compendio de lo que las normas de comportamiento en auge prohíben por completo. La universidad de California, por poner un solo ejemplo, obliga a sus empleados, docentes o no, a seguir cursos de prevención del acoso sexual que dejan claro entre otras cosas que está prohibido por completo el contacto físico aunque no tenga relación alguna con los deseos libidinosos. Ni qué decir tiene lo peligroso que es tomarse a broma las normas de ese estilo, así que cabe preguntarse qué película sería capaz de enfrentarse con el auge del puritanismo sin morir en el intento. Muriendo de tedio, en particular. Pero Woody Allen nos anuncia que vendrá otra más al menos. Lástima que vaya a quedar ligada a San Sebastián; a mi juicio, la peor película del director fetiche de las relaciones humanas es la que rodó como una especie de documental turístico sobre Barcelona. ¿Será, de nuevo, un escaparate institucional de Donostia lo que nos espera? Ojalá que no porque si cabe imaginar algo peor que la inquisición sexual sería, por supuesto, la inquisición política. Incluso de la mano de Allen.