Para los ñus que cruzan el río de los cocodrilos, la manada aumenta la fuerza y disminuye el riesgo individual. Para los humanos, además, la manada diluye el sentido de la responsabilidad propia. Pertenecer a la manada hace sentir una fuerza muy grata, pero que animaliza incluso cuando se tiene razón.

La proliferación de manadas violadoras va más allá de la emulación del gang bang pornográfico, una orgía en la que se representa tanta entrega que hablar de "consentimiento" es poco. La violación es otro género que las coreografías porno estilizan para que se mantenga dentro de las fantasías sexuales.

Aceptemos que el porno accesible a cabezas inmaduras pueda llevar a un porcentaje pequeño a violar en manada, como podemos aceptar una incidencia de la continua exposición a imágenes de violencia cada vez más frívola y sanguinaria en las peleas de los sábados, pero ¿dónde paramos la incidencia?

La manada sevillana de Pamplona entra en los juzgados como los jugadores de primera división salen de los entrenamientos. Cambian el peinado más que los delanteros polimediáticos y la realidad les rebota en las gafas de sol como las preguntas de los periodistas a las que aplican el desdén cool de los famosos con juicio de custodia o nueva relación.

En términos de imagen estos mozos apuestos, vestidos, peinados y tatuados a la moda, han triunfado entre un sector tan vulnerable como los que quieren ser Jordi El niño polla y los que pretenden reventar una nuca de una patada como Keanu Reeves en John Wick.

Ese estilo y esos estilismos, no están en el porno de los 15 minutos sino en la programación continua de este consumismo narcisista, hortera y amoral de las últimas temporadas. ¿Le extraña que una minoría de hombres aspire a igualarlos y otra de mujeres, a cambiarlos?