El estudio de las especies que forman parte del linaje humano se basó tradicionalmente en el estudio morfológico de sus restos fósiles, los propios del aparato masticatorio en mayor medida. Ya se sabe lo escasos y a menudo fragmentarios que son los fósiles, pero esos problemas no evitaron que se nombraran especies, como la del Homo heidelbergensis, basándose en muy pocas evidencias dentales.

Aunque las comparaciones son muy peligrosas en el terreno de la ciencia, podríamos pensar en lo que sucedería si un químico quisiera añadir un elemento más a la tabla periódica diciendo que cuenta con un trozo de mineral pero, por las razones que sean, no puede dar su número atómico ni sus propiedades químicas; lo bautiza y lo difunde solo por su aspecto externo. Es dudoso que siquiera nadie perdiese el tiempo refutando su intento. Pero se han dedicado numerosas páginas a criticar las especies del linaje humano propuestas en virtud del aspecto de unos pocos huesos, siempre con la duda de si los ejemplares que sirven para proponer un nuevo taxón podrían pertenecer en realidad a algún otro nombrado con anterioridad.

El estudio de la evolución humana sufrió un vuelco cuando en el año 1984 Svante Pääbo logró identificar cadenas de DNA mitocondrial en una momia egipcia. La profusión de estudios permitió que hacia finales del siglo XX se dispusiese del mtDNA de numerosos organismos extintos, incluidos nuestros parientes más cercanos, los neandertales. Es más; en el año 2006 se logró por parte del equipo de investigación de Pääbo lo que parecía imposible: recuperar una parte del DNA nuclear del Homo neanderthalensis, cuyo genoma completo se obtendría en 2010. El genoma de una especie humana con restos tan precarios que ni siquiera ha recibido nombre formal, los denisovanos, fue obtenido en 2012.

La genómica antigua ha permitido identificar con razonable certeza especies desaparecidas, e incluso descubrir las hibridaciones que se produjeron entre denisovanos, neandertales y humanos modernos. Pero lo frágil de las moléculas de ácidos nucleicos pone límites serios a lo que podemos remontarnos en el pasado con ayuda de las técnicas de recuperación de material genético. Sin embargo, un artículo publicado por el periodista científico Matthew Warren en la revista Nature ha puesto el acento en una técnica de recuperación de restos orgánicos "fósiles" similar, la proteómica, dirigida en este caso a identificar muestras de proteína antigua.

Tras la muerte del organismo, las proteínas se conservan mucho mejor que el DNA. Warren indica que se han logrado identificar en el esmalte dental de un rinoceronte de 1,8 millones de años. Y pone como mejor ejemplo de la utilidad de la proteómica antigua el de la identificación de un denisovano fuera de la cueva de Siberia, en China. Lo describieron Fahu Chen y colaboradores, también en Nature, este mismo año.