Irán difícilmente va a arrodillarse ante el país al que allí llama "el Gran Satán" por muchas presiones que este ejerza sobre el régimen para vengar la humillación sufrida en la llamada "crisis de los rehenes", hace ya cuatro décadas.

No debería hacerse demasiadas ilusiones al respecto el presidente de EEUU, Donald Trump, ese ignorante de la historia y de tantas otras cosas que firma sus órdenes con un enorme garrote, como le representaba el otro día El Roto en una viñeta.

Harto de que los europeos no hagan lo suficiente para mitigar el alcance de las sanciones económicas con las que EEUU trata de asfixiar al régimen de los ayatolas en clara violación de sus previos compromisos, Teherán ha decidido elevar su apuesta.

Y esta consiste en advertir a los firmantes del acuerdo nuclear con Irán que no se han descolgado del mismo, como hizo unilateralmente EEUU, de que si no cumplen lo pactado, permitiendo a Irán vender su petróleo, este país podría no sentirse ya vinculado por ese documento.

Teherán ha querido así aumentar su presión sobre los gobiernos europeos, a los que critica por no hacer todo lo que podrían para esquivar las sanciones con las que EEUU amenaza a las empresas de terceros países que sigan negociando con Irán.

La UE se encuentra una vez más entre la espada y la pared: no puede convencer a Washington de que dé marcha atrás en su decisión de abandonar el tratado y poco puede hacer para convencer a Teherán de que no empeore las cosas enriqueciendo su uranio por encima de los límites internacionalmente acordados.

Basta repasar, sin embargo, la historia reciente de Irán, algo que no cabe esperar por cierto de un Donald Trump que solo sabe escribir tuits y ver televisión, para comprender las razones de la resistencia de Teherán a los claros intentos desestabilizadores de la superpotencia.

Los iraníes no olvidan, por ejemplo, el derrocamiento en 1953 en un golpe orquestado por la CIA y la complicidad de israelíes y británicos, del gobierno democráticamente elegido de su primer ministro Mohamed Mosaddeq.

El gran delito de Mosaddeq no era otro que haber liderado en los años cuarenta un movimiento a favor de nacionalizar la industria petrolera del país, que controlaba la compañía Anglo-Iranian.

En marzo de 1951, el Parlamento de Teherán votó a favor de esa nacionalización, algo intolerable para los británicos, que amenazaron con invadir el país, impusieron un embargo a su crudo y solicitaron la ayuda de Washington.

EEUU atendió el llamamiento británico después de que el republicano Dwight Eisenhower sustituyera en la Casa Blanca al demócrata Harry S. Truman. En plena Guerra Fría, Washington temía que con Mosaddeq, Irán pudiera caer bajo la influencia soviética.

Israel, que había apoyado también el golpe, envió entonces a Teherán a asesores militares que ayudaron a la formación de la temida policía secreta del Shah, quien gobernaría a partir de ese momento con puño de hierro.

No fue hasta 1979 cuando el pueblo iraní, liderado por el ayatola Jomeini, que había pasado largos años en el exilio, logró deshacerse de la dinastía Pahlevi con el apoyo de organizaciones islámicas y de extrema izquierda y de un movimiento estudiantil muy politizado.

Si durante la revolución, muchos manifestantes portaban en las manifestaciones pancartas con la efigie de Mosaddeq, una vez instalado en el poder, Jomeini optó por distanciarse de su legado pues, aunque radicalmente nacionalista, aquel primer ministro no era islamista como el nuevo régimen.

En Jomeini y sobre todo en su sucesor Ali Jamenei iba a pesar la influencia de los ideólogos del movimiento de los Hermanos Musulmanes, Hasan al-Banna y Sayyid Qutb, a través de la figura del iraní Navvab Safavi, fundador de los fedayín-e Islami, quien ya en 1950, es decir años antes de Jomeini, había abogado por crear un movimiento islamista capaz de liberar a todos los musulmanes de la supuesta influencia corruptora de Occidente.

Un momento decisivo de la revolución islámica fue la toma como rehenes en noviembre de 1979 por los estudiantes iraníes de 52 diplomáticos en la embajada norteamericana en Teherán.

Habían corrido antes rumores de que Washington proyectaba una contrarrevolución para reponer en el trono a Reza Pahlevi, lo cual radicalizó aún más a los estudiantes y terminó provocando el abandono del moderado Mehdi Bazargan, que estaba entonces al frente del gobierno de transición.

La llamada crisis de los rehenes duró 444 días y supuso una profunda humillación, un enorme trauma para la superpotencia, de los que muchos norteamericanos no parecen haberse recuperado todavía.

Siguió luego la larga guerra de desgaste entre Irán e Irak (1980-1988), iniciada por este último país, que pretendía aprovechar la debilidad de los iraníes tras la revolución y en la que éstos siempre sospecharon la mano oculta de EEUU. Una guerra en la que Irak utilizó armas químicas y que causó cientos de miles de muertos.

En vista de tan dramáticos antecedentes, ¿es acaso de extrañar que Irán desconfíe de las intenciones de la superpotencia y vea en su pretensión de renegociar el acuerdo nuclear tan sólo un intento de desestabilizar al régimen? Lo que EEUU pretende equivale para Teherán a una capitulación, algo que los ayatolas no pueden permitirse.