Para los que ya tenemos una cierta edad, el 18 de julio no fue durante bastantes años un día cualquiera del verano. Se conmemoraba en esa fecha el aniversario del alzamiento militar contra el Gobierno de la II República (el Glorioso Alzamiento, como se le llamaba en la prosa oficial de la dictadura franquista). El día era festivo, no se trabajaba, y el sátrapa ofrecía una recepción al cuerpo diplomático, jerarcas del régimen e intérpretes de la copla y el baile andaluz, en los jardines del palacio de la Granja de San Ildefonso (Segovia), una de las residencias de la Familia Real. Todo lo bueno y de algún valor de aquella dictadura tenía su causa en aquel hecho sangriento. El Ejército victorioso en la contienda fratricida contra una parte de la ciudadanía era el del 18 de julio, la monarquía que reinstauró el general ferrolano fue la del 18 de julio, la paga extraordinaria del verano se llamó del 18 de julio, y hasta hubo un organismo ya extinguido, la Obra Sindical del 18 de julio, que fue el embrión de la asistencia sanitaria pública. A los escolares de la larga posguerra se nos explicó en el colegio que el glorioso Alzamiento resultó inevitable porque la República derivaba peligrosamente hacia un régimen de orientación comunista y las personas decentes prácticamente no podían salir a la calle sin ser insultadas, vejadas y en el peor de los casos asaltadas, robadas o asesinadas. Hasta que en esa situación, que llegó al límite con el asesinato de Calvo Sotelo, un hombre providencial, el general gallego Francisco Franco, dio un paso al frente junto con otros compañeros de armas para poner remedio al caos social y rescatar a España de las garras del comunismo soviético, del ateísmo y de la masonería (la famosa conspiración juedeomasónica de la que abominaba el Caudillo en sus discursos). Por supuesto, tal y como nos explicaban en la clase de Formación del Espíritu Nacional, el movimiento que encabezaba Franco no podía confundirse nunca con una operación militar oportunista para defender los intereses económicos de la burguesía. Vamos, con lo que suele llamarse un golpe militar de derechas. Se trataba (de ahí la participación entusiasta de la Iglesia Católica en la aventura) de una Cruzada. Y esa inspiración espiritual venida desde lo Alto fue descrita de mano maestra por la pluma del escritor gaditano José María Pemán cuando describió cómo sobre las cabezas de los reunidos en Burgos para ungir al elegido por Dios para dirigir la guerra y conducir el nuevo Estado, descendieron "lenguas de fuego" en un renovado Pentecostés. ("Lenguas de fuego" que seguramente inspiraron también a los magistrados del Tribunal Supremo que acaban de otorgar a Franco la condición de Jefe de Estado en el primer año de la Guerra Civil ignorando la obviedad de que el Gobierno de la República era el reconocido oficialmente por la comunidad internacional). A los escolares de la larga posguerra estas cosas nos parecían contradictorias pero no decíamos nada por miedo a ser tomados por disidentes de la versión oficial. Por ejemplo, nos llamaba la atención que para defender a la civilización cristiana hubieran recurrido los golpistas a tropas mahometanas. O que el sátrapa se pasease por el país rodeado de una guardia mora a caballo.