La alcaldesa de un pequeño pero dichoso ayuntamiento de Galicia ha creado una Concejalía de la Felicidad para fomentar tan grato estado de ánimo entre los vecinos. La idea no puede ser más feliz, o lo que es lo mismo, más oportuna.

Pretende la regidora de Oia „municipio de nombre breve y vocálico„ infundir en el vecindario la necesidad de vivir el presente y ver siempre el lado positivo de la vida. Para ello se valdrá de la asesoría de un consejo de sabios „a los que solo se exige ser de talante alegre„ y de la organización periódica de encuentros entre las gentes más añosas del municipio, como fórmula para combatir la soledad.

Buena falta hacía un departamento de promoción de la alegría y el goce en una España que vive en permanente bronca por cuestiones tan anecdóticas como la política o el fútbol, que a veces vienen a ser lo mismo. Solo es de lamentar que se trate de una tentativa a la reducida escala de un municipio; pero por algo se empieza.

Nada hay de nuevo, contra lo que pudiera parecer, en este propósito de impulsar la felicidad desde el gobierno. La Europa socialdemócrata inventó hace ya décadas el Estado del Bienestar; y, siglos antes, habían propuesto algo parecido los entonces nacientes Estados Unidos de América.

Los americanos proclamaron en fecha tan temprana como el año 1776 el derecho de toda persona a la vida, la libertad y „literalmente„ "la búsqueda de la felicidad". Su lírica declaración de independencia establecía, en efecto, que estas son "verdades evidentes por sí mismas", aunque en aquella época tales derechos no incluyesen a las mujeres ni a las gentes de raza distinta a la blanca.

Benjamín Franklin, uno de los firmantes de esa declaración algo ingenua, se animó a definir la felicidad como algo que se construye "con las pequeñas cosas de cada día". El concepto sería retomado y perfeccionado muchos años más tarde por el cómico Groucho Marx. Desde su punto de vista menos filosófico que práctico, la felicidad es, en efecto, el resultado de edificar un patrimonio con pequeñas cosas como un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna...

Más recientemente, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, incidió en esa idea al crear el Viceministerio de la Suprema Felicidad del Pueblo, que tenía „y tiene„ el alto propósito de atender "a los viejitos y viejitas, niños y niñas" de ese país en el que, por desgracia, resulta más fácil conseguir whisky que leche para la infancia.

En esto se conoce que la felicidad no es cuestión de ideologías. La alcaldesa de Oia milita en una organización de raíz conservadora como el Partido Popular, mientras Maduro aboga por el socialismo del siglo XXI, que viene a ser un leninismo suavizado por los trópicos. Ambos políticos coinciden, sin embargo, en que la felicidad es una aspiración razonable, más allá de las diferencias entre izquierdas y derechas.

Tanto es así que las mismísimas Naciones Unidas decidieron crear no hace mucho un Día Internacional de la Felicidad que viene cayendo, no se sabe muy bien por qué, en el 20 de marzo. La vieja ONU fue aún más lejos al establecer un ranking de los países más y menos felices del mundo, en el que España ocupa un meritorio 30º puesto. Algo ayudará a mejorar esa clasificación en la Liga de las naciones dichosas la nueva concejalía de Felicidad recién creada en Oia. Felizmente, aún quedan románticos en el mundo, o al menos en Galicia.