Para combatir el éxodo de la Reconquista, las Cartas de Población otorgaban privilegios a quienes se asentaran en los territorios recuperados. Entre esas ventajas estaban las jurídicas „para posibilitar una ocupación de los bienes abandonados por quienes llegaban„, así como las económicas „con el fin de revitalizar esas zonas, fomentando fuentes de riqueza„. ¿Cabría hoy proponer unos documentos así para atenuar los rigores de la llamada España vacía?

Salvando la enorme distancia temporal y de contexto que media entre esos títulos medievales y los que podrían arbitrarse en la actualidad, sería formidable encontrar fórmulas que permitan atajar el progresivo despoblamiento de multitud de comarcas con una densidad demográfica verdaderamente preocupante y que presagia inminentes reformas institucionales, como la agrupación de municipios o la alteración de los planes de servicios públicos.

Para conseguir ese propósito hemos de partir, no obstante, de un hecho que se suele silenciar: esta despoblación rural no es solo predicable de España, sino de otras muchas naciones. En Estados Unidos, por ejemplo, casi la mitad de su superficie carece por completo de habitantes. Recorriendo en Oregón uno de esos "pueblos fantasmas", como allí los llaman, me interesé por los métodos que empleaban para afrontar ese fenómeno. Me contestaron que se trataba de un asunto sin demasiado remedio, porque ni cediendo esos suelos gratis a los nuevos colonos y dotándolos de recursos „los free land, free taxes and free education, como dicen allá„, habían logrado conjurar el problema. Únicamente las sectas o grupos indeseables por el estilo picaban esos anzuelos, generando inconvenientes aún mayores de los que se trataban de corregir.

Esta cuestión, en España, es posible que participe del mismo carácter inevitable que en otras latitudes, aunque tal vez admita aquí ciertas variantes con capacidad de contribuir al menos a su debilitamiento, entre otras razones para hacer buena la célebre máxima de Einstein de que si quieres resultados distintos no debes hacer siempre lo mismo.

El primer dilema se centra en qué hacer con las propiedades baldías en los pueblos, cuyos titulares en la ciudad deben soportar tributos sin obtener aprovechamiento alguno de ellas y siendo incapaces de desprenderse de las mismas incluso a un precio irrisorio o mediante donación, que también ha de pasar por el aro de Hacienda. Por no citar los conflictivos proindivisos o eternos pleitos hereditarios, que tanto daño hacen a veces a ese colosal patrimonio inmobiliario, cuando no lo arruinan. Someter estas posesiones desocupadas a las normas expropiatorias vigentes por incumplimiento de la función social de la propiedad, o por causa de colonización, no constituiría en principio ninguna dificultad, pero sí cabe dudar del resultado que conseguiríamos con esas operaciones, porque nadie nos aseguraría que sus beneficiarios „los nuevos pobladores„ no se largaran a corto o medio plazo de esos lugares deshabitados, de llegar algún día a morar en ellos.

Más bien debiéramos antes potenciar el atractivo de estas áreas para quienes queremos que las repueblen. El esfuerzo en las infraestructuras ya lo hemos acometido en buena medida, así como en la descentralización de los servicios, pero quizá un acceso generalizado a internet similar al de las grandes urbes ayude, ahora que la red se ha convertido en indudable clave de nuestro tiempo, en el terreno laboral y en los demás, ocio incluido. O bien despejar los obstáculos legales para primar en las adjudicaciones de los contratos públicos la residencia efectiva en el medio rural en el que se liciten, supeditando de igual modo las plazas funcionariales a tal requisito de radicar de forma permanente en esos destinos. O, en fin, profundizando en reformas urbanísticas que faciliten a las nuevas generaciones las edificaciones en donde sus mayores se hayan dedicado a la agricultura o la ganadería, incentivando una eficaz diversificación económica ligada a la explotación racional de los recursos, del turismo o de aquellas actividades que puedan desarrollarse en cualquier sitio, sin necesitad de supeditarse a las metrópolis.

Quién sabe si unas nuevas cartas pueblas comprendiendo sugerencias así, junto a las consabidas propuestas de una vida sana, apacible y en la naturaleza, puedan algún día imponerse al todopoderoso espejismo urbanita, tan neurótico y del que siempre queremos huir, pero que sigue atrayendo a más y más gente. Lograrlo sería alcanzar, desde luego, uno de los mayores desafíos sociales que tenemos sobre la mesa.