Es la táctica empleada por todas las dictaduras, pero a la que recurre ahora la Casa Blanca de Donald Trump, el supremacista blanco que se ha quitado la careta, contra miles de inmigrantes cuyo único delito es haber buscado en EEUU una oportunidad para sacar adelante a sus familias.

Porque las redadas indiscriminadas emprendidas desde el pasado fin de semana por el Gobierno de Trump contra la inmigración de origen hispano solo persiguen eso: atemorizar a una población mayoritariamente indefensa en busca del apoyo de unas bases tan racistas como el propio Presidente.

Cuentan los abogados de las potenciales víctimas de esa campaña de intimidación que muchas familias no se atreven a salir de casa ante el temor de ser detenidas por los agentes de inmigración, y esto es algo buscado.

En vista de tácticas tan inhumanas, ¿cómo no extrañarse de la irritación de las jóvenes representantes demócratas del Congreso contra la presidenta de su grupo, Nancy Pelosi, por haber apoyado la ley de ayuda fronteriza de Trump cuando la oposición a la misma era el único poder real que tenía esa cámara frente a un presidente cada día más despótico?

Aunque esa ley habla de albergar y alimentar a los migrantes detenidos al intentar cruzar a EEUU y atender a los niños no acompañados, las representantes progresistas como la neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez no se fían de Trump y temen que acabe desviando los millones previstos para ayuda humanitaria hacia medidas represivas contra los inmigrantes de origen hispano.

¿Cómo fiarse en efecto de un presidente racista, mentiroso y sin escrúpulos que insiste en calificar indiscriminadamente de "criminales" y "narcotraficantes" a quienes son en su inmensa mayoría pobres familias que tratan de escapar de la miseria, la violencia y los continuos atropellos de los derechos humanos en lo que ha sido siempre el patio trasero de EEUU?

Un presidente que no vacila en insultar a un cuarteto de legisladores progresistas, todas ellas de color, invitándolas a regresar a sus supuestos países de origen, cuyos Gobiernos, según Trump, son "una completa catástrofe, los peores, los más corruptos e ineptos del mundo" sin que pretendan enseñar al "pueblo de Estados Unidos, la nación más grande y poderosa sobre la Tierra, cómo llevar el Gobierno".

Trump, él mismo, como su mujer, fruto de la inmigración europea, parece considerar extranjeras e indignas de la nacionalidad estadounidense a la neoyorquina de origen puertorriqueño Ocasio-Cortez, a la hija de padre palestinos pero nacida en Detroit Rashida Tlaib, a la afroamericana Ayanna Pressley, que nació en Chicago, o a Ilhan Omar, que llegó de niña a EEUU procedente de Somalia.

Con Trump, un híbrido de George Wallace y Joseph McCarthy, no valen paños calientes como los que trata de aplicar la presidenta de la Cámara de Representantes, la casi octogenaria Pelosi, sino que es precisa una oposición decidida y frontal como la que intentan desarrollar el valiente grupo de jóvenes representantes demócratas conocidas como The Squad (El Equipo).

Esas mujeres y otras como ellas son para el veterano aspirante a la Casa Blanca Bernie Sanders "el futuro del Partido Demócrata". Ellas, y no alguien como su contrincante Joe Biden, a quien otra fogosa legisladora demócrata, la senadora Kamala Harris, de padre jamaicano, afeó en un debate entre los aspirantes demócratas su pasado apoyo a la desegregación racial en EEUU.

Y lo peor de todo lo que sucede es el atronador y cómplice silencio de la inmensa mayoría del Partido Republicano de EEUU.