Xenofobia y racismo constituyen, juntos, una combinación explosiva, capaz de destruir las bases mismas de una sociedad. Lo vemos estos días en Estados Unidos.

Con sus ataques viciosos a cuatro jóvenes legisladoras de color, elegidas al democráticamente por sus compatriotas, el presidente de ese país está jugando con fuego. Y lo sabe.Es la de Donald Trump una estrategia tan irresponsable como perfectamente calculada para enardecer a sus bases más fanáticas, apelando a sus más bajos instintos.

Trump es un maestro en explotar la inseguridad y el resentimiento de quienes ven de pronto amenazados su status y hasta su identidad por una globalización que no hace más que aumenta las desigualdades allí y en otras partes.Y en lugar de apuntar a sus causas reales, única forma de intentar resolver el problema, busca, como hace cualquier demagogo, fáciles chivos expiatorios como es el inmigrante, sobre todo si es éste es de piel más oscura.

Estados Unidos es un país de inmigrantes „el propio Donald Trump es fruto de la inmigración, en su caso de la europea„ de gentes que salieron un día de sus países huyendo de la persecución política o religiosa en unos casos, de la pobreza en los más.

Como todos esos pobres centroamericanos que tratan desesperadamente de entrar en el país que les han vendido como el de la libertad y las mil oportunidades y a quienes Trump tacha diariamente de delincuentes o narcotraficantes. El presidente supremacista ha querido convertir la inmigración en centro de su campaña, amenazando con construir, para detenerla, un muro en la frontera con México y sometiendo a los que llaman a las puertas de EEUU a todo tipo de humillaciones y vejaciones.Su última decisión ha sido prohibir que se tomen en consideración las solicitudes de asilo que puedan presentar quienes lleguen a EEUU a través de un país tercero como su vecino del Sur, nuevo y mayor obstáculo a la inmigración de origen hispano que en su racismo tanto detesta.

Es significativo, dicho sea de paso, que incluso un presidente ilustrado como Barack Obama haya reconocido en sus memorias el "resentimiento patriótico" que le producía a veces el ver banderas mexicanas en las manifestaciones a favor de la inmigración.

O la "frustración" que le producía al primer presidente negro de EEUU tener que recurrir a un traductor para comunicarse con quien le reparaba el coche y que con casi toda seguridad procedía de algún país de lo que ha sido y sigue siendo en cierto modo el patio trasero de EEUU.

A Trump, que por cierto llegó a poner en duda que Obama hubiese nacido en Estados Unidos „éste nació en Hawaii de madre blanca y padre keniata„, deben de molestarle ya no solo quienes no hablan su idioma, sino aún más quienes, dominándolo, como las cuatro legisladoras demócratas, lo utilizan para criticar lo malo que ven en el país.Y, consciente de que no basta con recurrir solo a la raza como argumento descalificador en un país con cada vez más gente morena, echa mano de otro que suele dar allí resultado y que consiste en acusar a sus críticas de "socialistas" y además, en algún caso, de "antisemitas" por criticar la política israelí.

En el colmo de la desfachatez, Trump llegó a acusarlas a las cuatro demócratas de querer "hacer trizas la Constitución y los valores democráticos de nuestro maravilloso país" cuando fue precisamente Trump, en un claro abuso de poder, el primero en pisotearlos.

Y tras obligar a todos los legisladores demócratas a solidarizarse con sus cuatro colegas de color atacadas, Trump puede ahora afirmar pérfidamente que el Partido Demócrata es presa de un grupo de "socialistas radicales" que odian a su país y también a Israel. ¿Se ha visto alguna vez tamaña infamia?