Ni el tono ni el vocabulario empleados en la política española auguran nada bueno para los próximos meses. La confrontación civil persiste en un continuado empeño por reabrir cualquier herida. El odio constituye también un estado mental que se cultiva laboriosamente, día a día, desde múltiples frentes. Nuestra situación actual no es ajena a las imperfecciones propias de nuestro sistema constitucional, ni a los errores que se cometieron en su desarrollo, pero el cainismo exacerbado que nos aqueja poco tiene que ver con déficits democráticos y mucho con el emponzoñamiento de las arterias morales del país. Si las generales del pasado 28 de abril confirmaron el deseo mayoritario de moderar las tentaciones extremistas, en el Congreso „después de tres meses„ sigue primando la droga dura del enfrentamiento. Rige la desconfianza mutua y el temor a aparentar un exceso de flexibilidad. Se diría que sin generosidad no hay futuro, como tampoco lo hay sin un fondo de confianza. El problema es que unas nuevas elecciones en noviembre pueden cambiar la aritmética de los partidos pero no el resultado final, que pasa por acuerdos amplios. Una sociedad rota por la mitad „fracturada desde arriba, no lo olvidemos, a golpe de titular„ no se reconstruye como en el fútbol con la victoria de uno de los equipos, sino desde una lógica distinta, como por ejemplo la que hizo posible la transición española: el encuentro de los distintos.

La fracasada investidura de Pedro Sánchez ha demostrado qué lejos estamos de ello. Ni la estrategia negociadora del PSOE parecía conducir a ninguna parte ni la agresividad negociadora de Unidas Podemos facilitó acuerdo alguno. Para sorpresa de los ciudadanos, la izquierda no negoció sobre una base programática sino sobre el reparto de poder y la autonomía de ambas formaciones en las labores de gobierno. Lógicamente, con estos mimbres no se puede edificar nada. Y seguramente porque nunca se quiso construir nada, más allá de una opinión pública bien dispuesta a aceptar las razones particulares de uno y otro. Del mismo modo que la acelerada carrera de Albert Rivera por borrar el cariz más liberal de su discurso sólo se explica desde la lógica del poder: abandonar el centro para pugnar con el PP por la primacía en la derecha. Vano esfuerzo si pensamos en la estructura territorial de los populares, que no resulta precisamente fácil de desarbolar. Tras los resultados autonómicos, Casado ha sido más consciente de ello y con inteligencia ha adoptado un perfil menos ruidoso. Que sean otros los que se destruyan a sí mismos, habrá pensado.

La estrategia cortoplacista de Iván Redondo responde al intento de erosionar las bases políticas que sustentan el voto de Unidas Podemos y C's. El gran error de Iglesias consiste en no haber aceptado un acuerdo que en lo sustancial constituía una tabla de salvación para su grupo. El gran error de Sánchez fue no ofrecer un programa de mínimos lo suficientemente generoso y amplio para sumar al PP y a C's. O, lo que es lo mismo, no ofrecer una propuesta a la que no hubieran podido decir que no. Porque, hoy o mañana, la única salida a esta crisis sistémica pasa por desbordar la estrechez de las propias filas y tender puentes hacia la otra orilla. El primero que se atreva a plantearlo con la credibilidad y la generosidad suficiente ganará la partida. La audacia, en alguna ocasión, es un sinónimo de la moderación. E invocar esa moderación integradora de la diferencia resulta hoy audaz y valiente.