Se están secando las fuentes, se agotan los pozos, los ríos caben por un solo arco de los puentes y los pantanos nos dejan ver sus fondos de lodo. España está seca, dicen los expertos, siempre rápidos para el mal agüero. No llueve, no se espera que llueva. El país arde en calor y en llamas, los montes con una corona de rojiza humareda, como antorchas en la noche.

Antaño, cuando la sequía era siempre "pertinaz", los obispos ordenaban a los curas de los pueblos que sacaran en procesión al santo titular y que hicieran rogaciones "ad petendam pluviam" (la lluvia hay que pedirla en latín, como todas las cosas serias de este mundo), que casi nunca funcionaban pero que daban al pueblo un cierto colorido y a las beatas un placer inesperado.

Aunque la cosa no es privativa de nuestros pueblos y nuestros curas. También oí contar alguna vez que durante una larga sequía en una comarca alemana, al poco de terminar la Segunda Guerra Mundial, un soldado indio del ejército estadounidense se ofreció a ejecutar en la plaza de una pequeña ciudad la danza de la lluvia. Hubo, claro está, incredulidad general, pero como no había mucho que perder le dejaron hacer. La sorpresa fue que mientras bailaba aparecieron nubes oscuras, y cuando acabó la danza comenzó a llover.

Los griegos aseguraban que un rito realizado correctamente es siempre eficaz, y uno se pregunta, bajo el sol ardiente de agosto, si no será culpa todo esto de que ya no se enseñe bien el latín en el bachillerato o de que tengamos escases de sioux, pero lo uno por lo otro resulta que se nos seca la vida sin remedio, sin que la dulce mano del agua se abata contra los cristales de la ventana y nos despierte de madrugada.

Alguna vez he escrito que moriremos de verano crónico, y me empeño en sostenerlo porque me parece una frase con cierta gracia que, además, se está haciendo realidad, y este mundo, al menos el que conocemos, se agota y agosta, las dos cosas a la vez, consumiéndose sobre sí mismo como una uva al hacerse pasa. Estamos encaminados, es innegable. Pronto los poetas, que siguen siendo quienes más cerca están del alma de las cosas, habrán olvidado los días de lluvia y, como escribió el gran Cunqueiro, "el que una nube recuerde/ es que está muerto". Hablaran entonces en sus poemas de los grandes días de sol que convertirá la tierra en un gran pan de ceniza. También Francisco Umbral, que con su miopía alcanzaba a verlo todo, nos advirtió de que "el agua es una desaparición" y está teniendo razón, como de costumbre.