Es una ilusión creer que el racismo es un fenómeno que nada tiene que ver con Estados Unidos, pues forma parte del ADN de ese país: la nación norteamericana ha sido racista y violenta desde sus mismos comienzos.

El irresponsable coqueteo del presidente Donald Trump con el nacionalismo blanco no representa ninguna ruptura con una tradición de tolerancia e igualdad, sino que tiene notables antecedentes en una nación fundada, no lo olvidemos, por liberales esclavistas.

Tras las últimas y horribles matanzas de Dayton y El Paso, el exvicepresidente y aspirante a la presidencia de EEUU Joseph Biden acusó a Trump, en un discurso de una contundencia que hacía tiempo que se echaba de menos en un demócrata, de "alimentar las llamas del supremacismo blanco".

No hace otra cosa Trump al referirse como "invasores" a los hispanos que tratan de cruzar la frontera del río Grande, olvidando que si esos territorios "invadidos" por las que llama hordas de "violadores" y "narcotraficantes" pertenecen hoy a EEUU es porque fueron arrebatados a México manu militari.

Para ser hoy racista, no hace falta vestir la túnica y el capirote blancos del Ku Klux Klan, sino que basta con disparar tuits como los que dispara Trump a todas horas, insultando gravemente a pobres inmigrantes o a políticos de color y burlándose sin la mínima piedad de los débiles y marginados.

Resulta, por otro lado, sintomático del estado mental de un país que cerca de la mitad de su población diga no vea racismo en el comportamiento diario de su presidente: es negarse a reconocer el problema y, como ocurre con los alcohólicos, sin ese reconocimiento no hay curación posible.

Demasiado tiempo y de modo totalmente irresponsable ignoraron los medios de comunicación de aquel país el racismo de un personaje que a les ayudaba con su demagógico desparpajo a aumentar las tiradas o los índices de audiencia.

Apenas dieron, por ejemplo, importancia al hecho de que tanto el Donald como su padre, promotores inmobiliarios ambos, discriminaran sistemáticamente a cualquier ciudadano negro que tratase de acceder a sus propiedades.

Con Trump en la Casa Blanca, el racismo parece haberse vuelto presentable: ya no tiene complejos como ocurría en la época del presidente Ronald Reagan, quien, como hemos sabido ahora, en una conversión telefónica con Richard Nixon calificó a los diplomáticos africanos de "monos" a los que "les cuesta llevar zapatos".

Ahora Trump se permite insultar en público a cuatro jóvenes legisladoras de color o a un veterano congresista como el demócrata Elijah J. Cummings y al distrito que este representa „el de Baltimore, de mayoría afroamericana„, al que definió como un "lugar infestado de ratas".

"Infestar" es por cierto uno de los vocablos preferidos de Donald Trump a la hora de injuriar a quienes considera siempre sus enemigos. Y no es algo casual: esa palabra formó parte del vocabulario oficial de la Alemania nazi para referirse a los judíos.

Desde que llegó a la Casa Blanca y sin oposición dentro del partido que le eligió candidato y que calla cobardemente ante sus tropelías, Trump ha logrado una peligrosa fusión de supremacismo, evangelismo y republicanismo.

Une a todas esas corrientes la defensa a ultranza de las armas de fuego, garantizada por la Constitución, y el rechazo del aborto y de los derechos de los homosexuales, fenómenos que atribuyen a la permisividad y decadencia moral de la sociedad estadounidense.

No es extraño pues que un 70 por ciento de los evangélicos blancos y un 90 por ciento de los republicanos apoyen a su presidente, y que con cada tuit racista que sale de sus dedos aumente su apoyo en ese sector de la población.