E l verano de 2019 ha refrendado la preeminencia de Letizia Ortiz sobre su marido. Le aventaja incluso en abdominales, una marca de flexiones que el jefe del Estado tiene muy celosa. El protagonismo absoluto de la Reina no distingue de posicionamientos, sirve con igual ímpetu para defender a la monarquía o para detestarla. El estrellato tampoco autoriza a aventurar predicciones. Un día se descubrió que Clinton era ella, pero jamás logró reproducir en su persona el éxito que tuvo manipulando a su marido. Sí, es una advertencia a quienes ven presidenta a Michelle Obama. O a Letizia, ya que estamos.

La preeminencia de Letizia no debe perturbar a los monárquicos encelados, machistas por genética. En primer lugar, el Rey escogió a su Reina „"déjame hablar"„. No hay machismo sino constitucionalismo, porque el heredero ha de someter su noviazgo a la autoridad competente, y pierde sus derechos si contrae matrimonio "contra la expresa prohibición de las Cortes Generales". Si todas las bodas plebeyas estuvieran expuestas al veto parlamentario, el país se ahorraría el sufrimiento de miles de divorcios ulteriores.

En segundo lugar, una esposa polarizadora concede libertad de maniobra y descarga de responsabilidades, según admitieron Raniero de Mónaco, Carlos de Inglaterra o John Kennedy, autor de la célebre maniobra de diversión "solo soy el hombre que ha acompañado a Jacqueline Kennedy a París". Antes de la abdicación, en La Zarzuela cundió la alarma por el monopolio de la recién llegada, que anulaba a la Familia Real. Cada invitación a los antiguos Reyes se sustanciaba en un esperanzado "¿vendrá Letizia?". De hecho, y para librarse del cóctel de turno, la joven pareja recurrió al evasivo "Papá, ya estamos duchados". La anomalía de un país con dos Reyes se compensa con la tranquilidad de que ninguno de ellos sostiene la corona, palabra femenina.