L a filósofa judía Hannah Arendt defendió en su día "el derecho a tener los derechos" de cualquier ser humano, ya sea ciudadano de un país con todos los papeles en regla, refugiado o apátrida sin papeles.

Expuso aquella tesis en 1943 en un artículo titulado Nosotros, los refugiados. Y sabía de qué hablaba, pues ella misma se había visto obligada a huir de Alemania tras la llegada al poder de Adolf Hitler.

La discípula de Martin Heidegger había llegado a la conclusión de que ese derecho básico debería garantizarse también a quienes, al carecer de documentos, no pudiesen demostrar ser ciudadanos de ningún Estado.

Cuando en 1943 escribió aquel artículo para el Menorah Journal, Arendt, faltaban todavía ocho años para que ese derecho humano básico fuese recogido por las Naciones Unidas en la Convención sobre Refugiados de Ginebra.

Por ese documento, los Estados signatarios se comprometían a no expulsar a nadie que hubiera llamado a sus puertas a cualquier otro lugar que pudiese suponer una amenaza para sus vidas o sus libertades.

Como recuerda la profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Colonia Gudrun Hentges (1), ya en 2012, el Tribunal de Derechos Humanos de la UE condenó a Italia por violar el Convenio Europeo de Derechos Humanos.

La guardia de fronteras italiana había rescatado tres años antes en el Mediterráneo a 231 refugiados, pero en lugar de llevarlos a un lugar seguro, los había trasladado a la Libia del coronel Gadafi, exponiéndolos así a seguras violaciones de los derechos humanos.

De acuerdo con la sentencia del tribunal, la expulsión de aquellos refugiados violaba el artículo 3 del citado convenio europeo porque la responsabilidad que tiene un Estado de garantizar los derechos humanos no acaba en sus fronteras y no puede por tanto desentenderse de lo que pueda ocurrirle después a un refugiado.

Desde la perspectiva de los derechos humanos y de otros convenios internacionales como el de Derechos del Niño de la ONU son altamente problemáticos los acuerdos firmados por la Unión Europea con otros Estados para externalizar el problema.

Acuerdos como el que permite privar así de su libertad no solo a los adultos sino también a menores en países no respetuosos de los derechos humanos como Turquía o, peor aún, en un Estado fallido como Libia, donde, según datos de la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas, hay actualmente en torno a los 43.000 refugiados.

El propio ministerio alemán de Asuntos Exteriores reconoce que muchos de esos migrantes o refugiados viven en condiciones infrahumanas si es que no son sometidos al mismo tiempo a violaciones o a trabajos forzados por quienes los mantienen cautivos.

Para no dar más alas a los partidos de extrema, que no dejan de crecer con su discurso xenófobo y antiinmigración, los gobiernos europeos hacen como que no ven tales atropellos y creen quitarse así el problema de encima.

Y cada vez que se produce un rescate en el Mediterráneo, algo a lo que obligan las leyes del mar, los países ribereños hacen todo lo posible por evitar que el barco, muchas veces de alguna ONG privada, llegue a alguno de sus puertos porque el resto de la UE se desentenderá de su problema.

Se busca por otro lado criminalizar los rescates como hemos visto ocurrir con la capitana del barco Sea-Watch 3, la alemana Carola Rackete, quien, desafiando al hombre fuerte del Gobierno italiano, Matteo Salvini, atracó el buque con su carga humana de refugiados en el puerto siciliano de Lampedusa.

Y sintiéndose cada vez más fuerte, el xenófobo ministro del Interior de Italia y líder de la Lega, ha conseguido la aprobación de una ley que permite cerrar los puertos a los buques privados que se dediquen a ese tipo de rescates, detener a quienes esté a su mando e imponer multas de hasta un millón de euros a la ONG propietaria. ¿Hay quien dé mas?

(1) En Blätter für deutsche und internationale Politik.