A los niños se les dice que han de ser buenos, a condición de que no se lo tomen en serio cuando sean mayores. Entonces se les pide que no caigan en la tentación del buenismo, que viene a ser, según la Academia, la benevolencia y la actitud demasiado tolerante con los demás. Por alguna extravagante razón, la bondad ha pasado a ser mala.

No hay más que ver los sucesos del Mediterráneo sobre los que nos dan noticia estos días las teles, los papeles y las redes. Un político italiano aupado al gobierno por millones de votantes cómplices defiende con toda naturalidad el abandono a su suerte de los desesperados a los que un buque salvó de la muerte en el mar.

El ministro Salvini, que rima con Mussolini, aduce que su país está siendo invadido por hordas bereberes, o algo así. Sabedor de que su despiadada actitud le va a proporcionar aún más votos de los que ahora tiene, el gobernante en cuestión se ha enfrentado a los jueces, a la UE y si fuera preciso al sursum corda para bloquear la entrada del Open Arms en puerto italiano. Es de temer que muchos de sus compatriotas le premien la infamia en las urnas.

Sería ingenuo pensar que estas ruindades suceden solo en Italia. La idea de que la fortaleza Europa está amenazada de invasión por los bárbaros ha cundido ya en casi todos los países del continente. Azuzados por políticos sin escrúpulos „valga la redundancia„, muchos ciudadanos de la UE han llegado a la conclusión de que un extranjero sin recursos, a menudo sin formación y con poco o ningún dominio del idioma local va a quitarles su puesto de trabajo.

No parecen tener especial confianza en sus habilidades para competir en el mercado laboral, por lo que se ve; pero eso es lo de menos. Importa más encontrar un buen chivo expiatorio de las propias incapacidades, como el que les sirve en bandeja la neofascista Le Pen en Francia, su colega italiano Salvini o los brexiteros del Reino Unido, entre otros muchos.

En España son aún minoría, por fortuna, los que rebañan votos en esa charca; pero ya se sabe que todo es susceptible de empeorar. De momento, los defensores del castillo hispano alegan, indignados, que no quieren mantener con sus impuestos a quienes llegan de fuera atraídos „dicen„ por la sopa boba de las subvenciones.

Inasequibles a la realidad, ninguno parece haber caído en la cuenta de que los inmigrantes desempeñan, en su mayoría, los trabajos que ya no interesan a los españoles. Es fácil detectar su presencia en labores tan poco subvencionadas como el peonaje agrícola, el servicio doméstico o el cuidado de niños y ancianos; ocupaciones a las que se irán sumando otras a medida que mengue la mano de obra autóctona.

Ignoran también los patriotas del impuesto que gran parte de las infraestructuras que han hecho de España un país competitivo en el mundo fueron sufragadas con dinero de la UE o, lo que es lo mismo, con tributos de otros. Algunos de esos contribuyentes acuñaron, por cierto, el acrónimo PIGS (de Portugal, Italia, Grecia y Spain), para aludir a los países del sur con idéntico desdén al que ahora usan ciertos italianos y españoles contra los bárbaros que, a su juicio, nos invaden a bordo de la patera.

Mal ejemplo le estamos dando a los niños cuando ogros como Salvini son vistos allá y acá como gobernantes con lo que hay que tener. Es decir: con maldad. Corren malos tiempos para la buena gente e incluso para la que, sin más, trata de razonar.