París da un millón de motivos para mirar al cielo. La literatura y el cine han vendido como encanto bohemio el frío y el hambre de sus buhardillas bajo un cielo húmedo y gris y, sin embargo, en las postales tópicas de la ciudad luz las calles, los tejados, los monumentos y el Sena relucen bajo un fondo azul.

Solo decir "el cielo de París" lleva a oír un acordeón pisando a la carrera la voz de Yves Montand en una canción de lo que sucede bajo la lluvia que termina en un cierre esperanzado que invoca un arco iris.

Porque el cielo de París suele estar encapotado, los parisinos buscan lo mejor en el suelo. En mayo de 1968 acuñaron el "debajo de los adoquines está la playa", que era una manera poética de profundizar en la revolución y nada lírica de lograr cantos duros que lanzar a la policía. El humorista El Roto, el cantazo nuestro de cada día a la realidad publicada, dibujó un parafraseo que decía "debajo de la basura está la playa".

La última visión de un suelo de París que conduce a la fantasía es una campaña para la recogida de colillas en las terrazas de los cafés que quiere evitar que lleguen a las cloacas con un lema en las bocas de los sumideros que dice "aquí comienza el mar". Es un éxito. Une el afán de playa, como ideal, con el cantazo de nuestra suciedad autoinfligida que dibujaba El Roto.

El ciclo se cierra con las últimas campañas ecologistas que denuncian que del mar del que venimos y al que nos gusta volver de vez en cuando emerge una dieta de microplásticos que devuelve todos los envases vertidos en los pescados que comemos. En un mundo comunicado y una vida que funciona en ciclo hace tiempo que ya no es que la alcantarilla acabe en el mar, sino que la ciudad empieza en una ola.