A algunos inmigrantes se les rechaza en Europa no porque vengan de fuera, sino porque vienen sin dinero. Llegan para quitarnos el trabajo, como dice la francesa Marine Le Pen, en vez de traernos cuartos. Intolerable.

Nada hay de racismo en el rechazo selectivo al extranjero. A nadie le importa el bronceado natural de los jeques árabes que vienen a gastarse los petrodólares en mansiones o equipos de fútbol, como Dios (en su caso, Alá) manda.

Tampoco los millonarios rusos, súbitamente enriquecidos tras la defunción de la Unión Soviética, suscitan animadversión alguna entre los xenófobos habituales. No ocurre lo mismo con otros eslavos que vienen a recoger la fresa y trabajar en las granjas. La diferencia no la marca el color más o menos oscuro de la piel, sino el de los billetes, que unos gastan y otros intentan ganar sudando. Todo ello prueba que incluso entre los inmigrantes hay clases, como es fácil observar en el caso de la realeza.

Los Windsor ingleses, por ejemplo, son en realidad migrantes alemanes de la Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha. Cambiaron su denominación a la de ahora „tan british„ durante la Primera Guerra Mundial, dado que el anterior nombre germánico casaba mal en tiempos de conflagración entre la Gran Bretaña y Alemania, como los de entonces. Otro tanto sucede, entre otras, con la familia reinante en España, que vino de Francia hace cosa de tres siglos. Su apellido original es Bourbon; y el primero de ellos, Felipe V, llegó sin saber apenas „como muchos inmigrantes„ una palabra de castellano o de cualquier otra lengua española; pero tuvo tiempo de aprenderlo durante sus cuarenta y cinco años de reinado. Y eso que había nacido en el mismísimo palacio de Versalles.

Siglos después, el ultranacionalista Francisco Franco no dudó en elegir sucesor, a título de rey, a un entonces joven Juan Carlos de Borbón que había nacido en Roma y vivido sus primeros años en Suiza y Portugal. Durante cuatro décadas, los reyes de España fueron un monarca de apellido francés con cuna romana; y una princesa llegada de Grecia. Más o menos como los descendientes de alemanes que están al frente de la prestigiosa monarquía británica.

Nada de esto quebró „ni tenía porqué„ el acendrado espíritu xenófobo de quienes últimamente proponen dejar que se ahoguen otros inmigrantes en el mar, para que no vengan a comerse los subsidios ni a quitarles el empleo.

La fácil explicación es que los inmigrantes ricos y/o linajudos no cobran, en general, subvención alguna del Estado; aunque, en lo tocante a la realeza, ese sea un asunto sujeto a debate.

No es tanto el miedo al extranjero como el recuerdo del pobre que un día fuimos lo que mueve a la creciente legión de ciudadanos que exhiben su tirria a los inmigrantes. Muy a su pesar, la baja producción de los paritorios nacionales sugiere que seguiremos necesitando cubrir los huecos del censo con miles de trabajadores extranjeros. Como mucho, se trata de elegir quienes vienen o no; pero ni siquiera la Alemania que, en los años sesenta, buscó "trabajadores invitados" en Italia, España, Turquía y Portugal, está ahora en condiciones de establecer tales filtros.

Es un asunto complejo que pretende solucionar gente simple, como el italiano Salvini y otros tantos que prometen arreglar cualquier problema en dos patadas. Las que nunca se llevarán los extranjeros „de cualquier color„ que lleguen con billetera.