11 de septiembre. Buenos días. Todos rememoramos lo acaecido en un día como hoy en Nueva York en 2001, no sin los pelos de punta. Son días de vuelta al curso y de montones de proyectos nuevos, una vez superado el parón del verano. En clave más cercana, la Diada, Fiesta oficial de Cataluña, en la que se rememoran acontecimientos de la Guerra de Sucesión española, allá por 1714. Una cita que entronca directamente con la actualidad más trepidante, también conectada con un panorama político incierto.

Por lo demás, aquí seguimos. Yo razonablemente bien, al menos de forma aparente. Y cada uno de ustedes, espero que también. Al fin y al cabo, la vida es una sucesión „siempre finita„ de días en los que uno aspira a encontrarse dentro de unos márgenes razonables de bienestar. De verdad que espero que no haya nubes, que las que haya se disipen o que, al menos, lo lleve usted con cierta tranquilidad. Dicen los marineros, y mares ya han surcado unos cuantos, que después de la tormenta siempre viene la calma... Apliquémonoslo.

La historia que quiero contarles necesita una pequeña reflexión previa. Y esta es, ¿por qué y para qué escribimos? Es importante que lo explicite, no crean, porque lo que hoy quiero compartir con ustedes no busca necesariamente su anuencia ni su acuerdo, o siquiera su comprensión. Simplemente, se lo cuento. Y, por eso, les diré antes que yo no siempre escribo para convencer, para exponer de forma ordenada unas ideas y que el otro las haga de alguna forma suyas, o para hacer proselitismo de nada. Obviamente cuando me refiero a temas cruciales, como mis continuas referencias a los derechos humanos, entonces sí busco hilvanar cada idea con puntadas cortas, bien matizadas, y ganar adeptos para causas que creo que son las más importantes. Pero cuando salgo de ese ramillete de temas tan nucleares para mí, escribo solamente para comunicarme, para avanzar en esta parcela de intimidad un tanto difusa como la que crea cada persona que ofrece a otra unas líneas desde la convicción, el respeto y las ganas de compartir. Algo muy propio del ser humano, desnudando una cuestión ante el otro desde la lógica de uno, con ganas de aprender y, al tiempo, devolver lo aprendido al conjunto del grupo. Nada más...

Por eso, repito, no quiero convencerles hoy de nada. Simplemente, cuento una historia. Y no crean que es un tema difícil o cualquiera de esos tabúes que todavía permanecen en el imaginario colectivo. No. Quiero hablarles de mi visión ante algo que yo sé que concuerda poco con la de la mayoría. Y no pasa nada. Yo soy así, y lo tengo claro, y que cada uno sea como quiera. Lo bueno es que cada persona encuentre su camino...

No sé muy bien cómo titular tal tema. No sería hablar exactamente del turismo. Ni de las masas. Ni de las formas de ocio más extendidas hoy. Mejor les cuento una anécdota y no hará falta etiqueta para lo que les quiero trasladar. Imagínense ustedes en una fantástica villa de costa, de esas que adornan nuestra geografía. Imagínensela a rebosar, durante el mes de agosto. En ese momento hay en la misma atascos, un cierto desabastecimiento en algún producto, algún cajero que se queda seco en medio de un sábado y una verdadera dificultad para tomar un café o comer en alguno de los sitios más demandados, a varios kilómetros a la redonda. Una situación óptima para la hostelería y, en general, para todos los que viven -menos de dos meses al año- de tan beatífica y transitoria situación, de lo cual me congratulo deseándoles lo mejor. Pero un verdadero problema si quieres hacer una vida más o menos reposada y habitual, estando todo un poco trastocado respecto al resto del año.

La anécdota es que uno de esos días de sol y muchedumbre agotadora, varias personas seguidas me dijeron "Ay, qué bien, cuanta vida se respira en el pueblo estos días". La primera vez asentí con la cabeza. La segunda, no dije nada. La tercera, más silencio... Y la cuarta, en cuestión de pocos minutos, a mi interlocutor le aseguré que, más que tal pueblo tan vivo, yo prefería un pueblo muerto. No les cuento la cara de tal persona, que tampoco me conocía tanto. Luego tuve que deshacerme en explicaciones, para que no pensase nada que no fuese cierto.

Pero no sé si me entienden. Yo hice una apuesta, en un momento dado, basándome en la búsqueda de la tranquilidad. Y esta desaparece y se volatiliza hasta extremos insospechados durante julio y agosto y la locura de la Semana Santa. Los modos y ritmos de Madrid, para mí heroicos e inhumanos, chocan entonces con el devenir más pausado del tiempo aquí. Todo son gritos y personas que llenan todo el espacio. Esto, que les digo, no me ocurre solamente a mí, y son muchas las personas que viven todo el año en destinos turísticos mucho más saturados, absolutamente desbordadas por lo que implica la afluencia de turistas. Días en los que lugares solitarios „y digo verdaderamente solitarios todo el año„ se tornan en absolutamente imposibles.

Todos somos arte y parte, y yo he sido y soy muchas veces turista a los ojos de otros, con lo que soy consciente de que no es una cuestión de personas contra personas. Pero sí que intuyo que, o normalizamos de alguna manera esto, o pueden pasar dos cosas. Primera, que nos carguemos la gallina de los huevos de oro, a base de asfixia. Y, segunda, que nada vuelva a ser como era, y que todo se convierta en un gigantesco bazar, escaparate o parque temático, homogéneo y sin mucho que ofrecer. Y sería una pena, porque lo bonito es lo que tenemos diferente.

Ya les digo, no demonizo ni convenzo. Solamente intuyo, defendiendo la movilidad absoluta de cada cual. Nada que objetar. Pero déjenme que me exprese, y que diga que sigo prefiriendo la tranquilidad del bosque que un concierto a todo trapo a las dos de la mañana, donde no cabe ni un alfiler en una plaza que, si no es así, sería un maravilloso remanso de paz... ¿Por qué hacemos que todos los sitios se parezcan y tomen cosas de otros que no son? Y es que en la diversidad...