Aunque los diputados antisistema hayan normalizado el pantalón vaquero y la vestimenta informal en el Congreso, no es menos verdad que todos ellos cultivan una estricta atención a las formas en el lenguaje. Nada de tuteos confianzudos, que son sustituidos por corteses "señor Sánchez", "señor Casado", "señor Rivera" y hasta "sus señorías", en honor a los protocolos de respeto usuales en las Cámaras de representantes del pueblo. Van sin corbata, pero hablan como si calzasen chaqué, lo que siempre es de agradecer en el nombre de las buenas maneras.

Puestos a llevar a la tribuna lo que es normal en la calle, parecería lógico que se tutearan entre sí y renunciasen a términos tan formales como "señoría"; pero qué va. Por más que a la hora del recreo se traten con familiaridad, todos asumen que la prédica desde el púlpito exige un cambio de registro. Han asumido, inconscientemente, la necesidad de respetar las formas, por mucho que parezcan transgredirlas en cuestión de atavío. Ya se sabe que la elegancia no está „o no solo„ en la ropa.

Esta aceptación de las formalidades, asumida incluso por los más sañudos enemigos de las convenciones burguesas, es la base previa al entendimiento entre personas civilizadas.

El trato cortés exige, desde luego, un cierto grado de simulación para que el ritual de la palabra discurra por sus adecuados cauces; pero de eso se trata, precisamente. No por casualidad los diputados son los representantes „o intérpretes„ de la voluntad del pueblo, obligados por esa razón a actuar ante el resto de la Cámara como si desempeñasen el papel que les asigna el guion en el gran teatro parlamentario.

Como en cualquier otra función cómica o dramática, el vestuario es cuestión accesoria en el caso del Congreso. Resulta de trazo grueso y por tanto grosera la idea de que un pantalón vaquero, una sudadera, una coleta o cualesquiera otros complementos de ornato personal sean símbolos de izquierda y/o progresismo.

Tampoco lo es la barba, que adquirió rango revolucionario con Fidel, el Che y Camilo Cienfuegos, aunque antes había sido adorno facial típico de prebostes conservadores, allá por el siglo XIX. Ahora vuelve a serlo con Rajoy „¡y hasta con Casado!„, a la vez que la popularizan como seña de pertenencia al grupo los modernos hípsters.

Mucho más reveladora que esas anécdotas es la aceptación del protocolo parlamentario y de sus usos corteses por todos los diputados, incluyendo, como es lógico, a los de las facciones más extremas y rompedoras del hemiciclo.

En lo que tienen de consideración hacia el prójimo, estos buenos modales resultan además un ejercicio de lo más progresista que uno pueda imaginar. Nadie dudará, desde luego, de que un país bien educado y, por tanto, respetuoso en el trato con otras opiniones y culturas, ha de ser por fuerza menos propenso al racismo, a la xenofobia y a otras muchas formas de barbarie entre las que acaso la chabacanería no sea la menos molesta de todas.

Otra cosa es que la urbanidad no deje de ser una refinada forma de hipocresía; pero ya se sabe que la educación consiste precisamente en reprimir los impulsos biológicos más primitivos para así hacer más agradable la convivencia. Bueno es saber que, al menos desde la tribuna del Congreso, los diputados respetan este principio elemental. En vaqueros o de corbata, lo que importa son las buenas maneras.