Es fácil imaginar la vergüenza que aqueja a Manuel Cruz, a quien entrevisté en vísperas de una conferencia sobre Hannah Arendt, al ser sorprendido incluyendo fragmentos ajenos no acreditados en un manual de su disciplina. Para un filósofo auténtico, a diferencia de un advenedizo como Macron, la humillación de ver divulgados sus fragmentos copiados es más dura que la expulsión de la vida pública que conllevaría su apeamiento de la presidencia del Senado. Debe continuar en el cargo para seguir sufriendo.

Resulta superfluo plantearse la respuesta que hubiera dado Cruz a una pregunta sobre "si le parecería ético que un profesor angustiado por los plazos de entrega reprodujera fragmentos íntegros de otros pensadores en sus manuales". De hecho, el presidente del Senado aprovechó la primera oportunidad para destacar en la entrevista que "a estas alturas soy autor de más de veinte libros y compilador de quince".

La reivindicación de la autoría como argumento de autoridad era el estandarte de Cruz, su esencia. Por tanto, la desconfianza que hoy se extiende a su producción lo deja huérfano. Cada día al frente del Senado en estas condiciones supondrá un martirio. Cristina Cifuentes se apresuró a destacar, al descubrirse sus trabajos inexistentes, que nunca había utilizado el máster gratis total que consiguió. El catedrático de Filosofía Contemporánea no puede refugiarse en esta marginalidad del descubrimiento sobre sus incrustaciones ajenas. Sus obras publicadas constituyen la savia que determina su figura pública.

Cruz es un filósofo de lectura imprescindible, precisamente por su fértil adaptación de los tesoros de su disciplina a las contingencias actuales. Comparte esta virtud con Richard Rorty, por citar a uno de los pensadores en que acentuó la admiración hasta proceder a la traslación verbal no identificada. En esta migración del clasicismo a la actualidad reposaba la originalidad del barcelonés, ahora puesta en cuarentena. Alérgico al humor, no puede refugiarse en el cinismo que exhibiría Oscar Wilde en una circunstancia semejante. Y todavía menos debería esgrimir la "coincidencia", para justificar varias líneas de texto reproducidas íntegramente. A falta de escrutar la autoría de los manuales del presidente del Senado, queda claro que se somete a los funestos asesores para emitir comunicados exculpatorios que tampoco ha escrito y que desvirtúan su personalidad.

No se rehúye aquí la palabra plagio por dispensar a Cruz sino por pretenciosa, y también porque zanjaría el debate sin someter al número cuatro del Estado al goteo torturante de haber incumplido los principios de su discurso. "Uno de los pensadores españoles más prolíficos" constituye un latiguillo habitual en los perfiles del presidente del Senado. En vez de la sonrojante "coincidencia", debió refugiarse en el exceso de trabajo creador combinado con una agenda saturada, una alusión al agotamiento que además hubiera alimentado al personaje. Su prestigio le permitía asumir el reconocimiento de los hechos, sin necesidad de entrometerse con las culpas.

Una vez destapados, los casos de apropiación intelectual en libros convierten al eminente en un pelele, y transforman la admiración en estupor ante una maniobra que cada vez es más fácil de descubrir. Un manual no es una obra de creación sino un mero instrumento educativo, pero los derechos de propiedad existen para lo intelectual y para lo industrial. Ante la candidez del copión que se considera inexpugnable, surge la inquietud de que quizás no cometió el error personalmente, porque había subcontratado el trabajo. La mentira no solo dispara la creatividad, sino que alienta las hipótesis más rocambolescas.

Los autores reproducidos por Cruz son de primer nivel, nadie se quejará al descubrir que estaba leyendo al fulgurante Gianni Vattimo bajo la piel del presidente del Senado. Sin embargo, el mestizaje de las obras sesudas obliga a preguntarse cuántos libros en el mercado no han sido escritos por sus firmantes. Mejor no indagar demasiado. En un caso célebre, no se trata de saber si Donald Trump escribió su autobiografía, sino si la ha leído. Son los nuevos compañeros de juegos del presidente del Senado.

La excelencia indiscutible de Cruz no disculpa sus excesos, sino que los agrava. El protagonismo se propaga al PSOE en su conjunto, en calidad de avalista. Por lo visto, los fichajes de impecable pedigrí de Sánchez le crean más problemas que la convivencia con los descastados de Podemos. El inmaculado presidente del Gobierno en funciones debería aprovechar lo ocurrido para replantearse su peligrosa apelación a la pureza absoluta, desmentida desde sus propias filas. Y los seres corrientes, sin tiempo para escribir manuales, pueden aprender a sospechar de los personajes a quienes se elogia con el tópico "no sé cómo encuentra tiempo para hacer tantas cosas". Ahora ya lo saben.