En el taller de escritura hablamos muchas veces de la importancia de mirar el mundo, es decir, la realidad, no con otros ojos, como se suele decir, sino, precisamente, con nuestra particular forma de ver o de entender o, más bien, de interrogarnos acerca de lo que significan o representan las cosas que suceden a nuestro alrededor. La literatura como una forma de exploración de lo ya conocido. Se trata de desacostumbrar la mirada, de desaprender muchas de las explicaciones que, desde siempre, hemos dado por sentadas, y permanecer alerta y abiertos a nuevas interpretaciones, a nuestro propio criterio, alejados del pensamiento globalizado (o nacionalizado), de modas o corrientes virales. El escritor debe de ser en cierto modo irreverente, un poco (quizá bastante) punki; ir por libre. Eso sí, con la maleta de sus lecturas como ecléctico equipaje, porque es en los libros donde uno puede encontrar las preguntas importantes; donde ciertas verdades inoculadas a sangre y fuego en nuestras mentes caen por su propio peso y se convierten en otra cosa, escombros sobre los que poder reconstruirnos; donde descubrimos nuevos puntos de vista que sacuden nuestra inteligencia y nos llenan la cabeza de pájaros maravillosos.

Lo cierto es que en el taller nos bastaría con leer a Juan José Millás para hacernos una idea de lo que estamos hablando cuando hablamos de escribir. Su última obra, La vida a ratos (Alfaguara, 2019), es en sí misma una clase magistral de escritura, una ficción perversa disfrazada de diario íntimo, un perverso diario íntimo disfrazado de ficción fantástica, quién sabe. Millás es el más punkarra de nuestros escritores, lo ha sido siempre. Llevo toda la vida leyéndolo, hemos ido envejeciendo juntos a través de los diferentes retratos que han ido pasando por las solapas de sus novelas. Igual que me ocurre, por ejemplo, con las películas de Woody Allen, me produce cierta melancolía ser testigo del paso del tiempo a través de su rostro tan familiar. Y de eso habla también La vida a ratos, de los años que se nos echan encima, de lo extraño que es todo, a pesar de la naturalidad y el prosaísmo con los que acostumbramos a tomarnos las consabidas vicisitudes de la vida; lo raro es vivir, que diría Carmen Martín Gaite.

En cierto momento, el personaje de Millás sospecha que puede haber perdido "la sensibilidad para escuchar lo que se dice por debajo de lo que se dice", y le angustia la posibilidad de que el mundo acabe siendo únicamente lo que vemos de él. Por suerte para todos sus lectores, no es así. Millás, el autor, demuestra estar en plena forma. Me atrevería a decir que estamos ante una de sus mejores obras, un libro que nos abre los ojos a otras dimensiones de la realidad, con la peculiaridad de que todas, absolutamente todas, están dentro de nuestra cabeza, como aquellos pájaros.