Tenemos en España buenos, incluso excelentes arquitectos, y no me refiero solo a los que han ganado algún premio tan prestigioso como el Pritzker. Tenemos muchos jóvenes arquitectos, y a algunos me los he encontrado trabajando fuera, en cualquier país europeo como Alemania o Suiza, por falta de oportunidades dentro. Pero una cosa son los arquitectos, y otra muy distinta, esa arquitectura deleznable con la que el visitante se topa en tantas ciudades españolas, sobre todo en sus periferias: una arquitectura de aluvión, carente la mayoría de las veces del mínimo sentido de las proporciones, del más elemental gusto estético. Uno llega a tantas ciudades monumentales de nuestro país, y la primera impresión que se lleva es de incredulidad: ¿dónde están las bellezas de que hablan las guías turísticas?, se pregunta el visitante hasta que le explican que hay que llegar hasta el núcleo mismo para apreciar lo que aquéllas prometen. En los centros urbanos no protegidos nadie parece preocupado de respetar las alturas de los edificios: cada cual ha podido construir como le vino en gana sin que el departamento competente parezca haberle puesto pega alguna. Si no es que ha mediado, sospecha, uno algún soborno.Añádase a todo eso el hecho de que los propietarios de muchas viviendas han colocado en sus balcones los toldos del color que primero se les ha ocurrido sin coordinarlos con otros o que, tratando de aprovechar al máximo el espacio habitable, han cerrado con cristaleras, cada una de su padre y de madre, sin que nadie haya pensado en el conjunto. Cada uno es dueño de su casa, y eso parece que le da derecho a intervenir en el aspecto exterior del edificio como le da la real gana sin acordarlo con el resto de los propietarios. Y no hablemos ya de los horribles aparatos de aire acondicionado, de distintos modelos y tamaños, que afean tantas fachadas. ¿Qué decir, por otro lado, de esas extensas urbanizaciones de adosados que uno ve desde la carretera o autopista cuando viaja por nuestras costas, urbanizaciones que reptan por las laderas de cualquier monte sin dejar un solo espacio libre a la naturaleza? ¿O de esos horribles hoteles o edificios de apartamentos, de aspecto arabizante o falsamente renacentista, con sus balaustradas, sus columnas de yeso y sus frontones, tan alejados de la arquitectura popular, o de esos otros más modernos pero que a uno se le antojan siempre columbarios? Por no hablar de las modernas ruinas que esa especulación salvaje y devastadora ha dejado por toda la geografía del país: edificios a medio construir, abandonados en medio de la nada sin que nadie parezca responsabilizarse de su demolición definitiva.

Sí, tenemos buenos, excelentes arquitectos. Pero echamos muchas veces de menos su trabajo.