Desgraciada, o afortunadamente (en la medida que es el mejor síntoma de que seguimos vivos) cada vez tengo más ocasiones de escribir un obituario. Normalmente muy sentido porque se refiere a personas que he conocido o con las que tuve un trato personal. Ahora me ha vuelto a pasar con la noticia de la muerte del periodista asturiano Luis José Ávila con el que compartí muchas madrugadas, cuando los periódicos cerraban tarde y los que trabajábamos en ellos éramos una tropilla pálida y ojerosa que compartía horario con los panaderos y las cabareteras. De aquel tiempo, no sabría decir si más feliz, viene mi conocimiento de Ávila, con el que, pese a no coincidir en la misma empresa, tuve un trato fraternal como era costumbre entonces entre colegas del mismo oficio. Al menos en el periodismo provinciano donde los "pisotones informativos" eran obligadamente de ámbito municipal ya que otros atrevimientos (aún estaba Franco en el poder) estaban estrictamente prohibidos y ya nos cuidábamos los del oficio de no incurrir en tan peligrosos excesos. Y en ese territorio árido, en el que la realidad se escamoteaba al lector y había que llamar su atención con reportajes de "interés humano", se desenvolvía Ávila estupendamente. Unas veces dando espacio a personajes pintorescos (recuerdo a un pretendiente al trono de España por el linaje de los Trastámara que se presentó en Oviedo a bordo de un utilitario con banderín). Y otras, disfrazando de jeque árabe a un supuesto inversor en la industria de Avilés (por cierto, un número que resultó profético muchos años después, ya en la democracia, con el hilarante timo que pasará a la historia como el "petromocho"). Los reporteros de aquella época solían acudir a los mejores hoteles de cada ciudad para indagar si allí se hospedaba algún personaje importante con la intención de sacarle luego una entrevista. En uno de esos hoteles Ávila tenía buenos contactos en la recepción y algunas noches se quedaba a jugar a las cartas con el personal. En una ocasión, mientras echaba la partida, le informaron de que esa noche se hospedaba allí el famoso actor italiano Raf Vallone que estaba rodando una película en Llanes. El actor venía acompañado por una guapa mujer y había dado orden de que se le despertara muy de mañana para reincorporarse a su trabajo. Inmediatamente el periodista trazó un plan para conseguir lo que prometía ser una entrevista exclusiva. Pactó con los recepcionistas del hotel quedarse a dormitar en una butaca del salón mientras aguardaba la salida del actor y de su hermosa compañera. Y después se puso en contacto con el fotógrafo del periódico para que acudiese a sacar unas imágenes con las que ilustrar la noticia. Le costó algo más de tiempo porque el fotógrafo estaba dormido y se levantó refunfuñando de la cama para atender la llamada. Por fin, rayando el alba el actor bajó de su habitación y pidió la cuenta. Pero el fotógrafo no llegaba y la parte más importante del reportaje se esfumaba. Entonces Ávila tuvo una reacción fulminante. Salió a la calle y le pinchó una rueda al automóvil del actor. La sustitución de la rueda llevó un buen rato y Ávila pudo cruzar unas palabras con Vallone mientras, por fin llegaba el fotógrafo. Así eran los reporteros antiguos.