No se conoce proceso de secesión que no vaya precedido, o acompañado, de violencia. Y menos aún cuando el objeto de la secesión es un territorio que forma parte de un Estado perfectamente definido geográficamente desde hace siglos. Ni tampoco en aquel en que la mayoría de los ciudadanos son contrarios a esa amputación. Y ese es el problema del llamado procés: que hay una evidente diferencia entre la fuerza que puede ejercer un Estado reconocido internacionalmente como sujeto de derecho de la que pueda poner en acción un ente administrativo regional con vocación de Estado, una posibilidad que no pasa de ser una ensoñación pequeñoburguesa. Muy sentida y tumultuaria en sus manifestaciones pero una ensoñación a fin de cuentas. La realidad que subyace en este contencioso quedó nítidamente de manifiesto cuando se proclamó en el Parlament hace ya dos años la independencia de Cataluña y acto seguido se desistió de ella para desencanto de unos manifestantes que, seguramente de buena fe, se habían creído que tal enormidad era posible. Luego vino la huida del president Puigdemont y de otros consellers al extranjero para huir de la Justicia y el procesamiento de los otros dirigentes que se quedaron aquí. Afortunadamente, la sangre „como suele decirse„ no ha llegado al río y el enfrentamiento se circunscribe a un intercambio retórico de acusaciones sobre la maldad ajena. Especialmente sobre el uso partidista de la violencia. Los independentistas interpretan que el 1 de octubre de hace dos años, el Estado español ejerció una violenta represión sobre pacíficos ciudadanos que solo querían votar en un referéndum declarado ilegal por los tribunales. Las imágenes de policías golpeando a diestro y a siniestro a todos aquellos que se oponían a dejarlos pasar para dar cumplimiento al mandato judicial, dieron la vuelta al mundo. Y algo parecido ocurrió con una supuesta lista de heridos entre los aporreados por los guardias de los que se llegaron a contabilizar cerca de mil, sin que hubiera constancia de su ingreso en centros hospitalarios para ser atendidos. Pese a todo, hay que reconocer que fue un error del gobierno de Rajoy enviar a la policía para requisar unas urnas y cerrar la sede de unos colegios en un referéndum que ya había sido declarado ilegal. Sobre todo, porque eso propiciaba la provocación y los incidentes. Han pasado dos años y los independentistas han incorporado esa fecha a su particular martirologio patriótico. Utilizar la violencia ajena (real o imaginaria) para el combate político es muy peligroso. Estos días, tras un año de seguimiento tutelado judicialmente, han sido detenidos siete miembros de un comando independentista que supuestamente pretendía atentar contra torres de telefonía y postes de suministro eléctrico entre otros objetivos. El presidente de la Generalitat ha hecho públicas sus sospechas sobre una supuesta intervención del Gobierno en el asunto propiciando la detención en la víspera de que se conozca la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés. "Nosotros no somos violentos", ha dicho el señor Torra, insinuando que sus oponentes sí lo son. Algún portavoz independentista ha recordado maliciosamente que en sus filas no hay un señor X, críptica alusión a Felipe González en uno de los sumarios sobre los GAL que instruyó el juez Garzón después de abandonar el PSOE.