En los años 70 del pasado siglo, había muchas causas en las que creer. Había marxistas que mantenían la esperanza en el comunismo, curas que recurrían a las armas para la "liberación" de Latinoamérica, demócratas de toda la vida que peleaban por la restitución de la democracia en España, defensores del orden establecido, pacifistas, hijos del 68, hippies, pasotas y hasta rebeldes sin causa.

Hoy, alcanzados muchos de los objetivos por el indudable progreso económico, esfumado el "paraíso" comunista, convertidos en dictadores los guerrilleros de la liberación en América, con las guerras cada vez más lejanas y apagadas, con una Iglesia que no consigue atraer a los jóvenes, parecemos cada vez más perdidos. Pero el ser humano necesita algo en lo que creer. De ahí que no sea de extrañar que surjan nuevas iglesias que intentan canalizar las nuevas causas.

En el Upper West Side de Manhattan, la Iglesia Presbiteriana Rutgers, comandada por el reverendo Andrew Stehlik, ha conseguido sumar a sus fieles tradicionales a judíos, católicos, ateos y gentes de todo pelaje con buenas intenciones. En España los llamaríamos despectivamente "buenistas". Un dato revelador: El día que un reportero del New York Times descubrió la iglesia, el sermón versaba sobre "los peligros de las verduras genéticamente modificadas".

Frente al templo, si podemos llamarlo así, se exhibe una gran pancarta que reza Black Lives Matter ( Las vidas negras importan). El cartel convive con unas llamativas y coloridas banderas tibetanas. En el interior, hay una aparato con botones para que los fieles declaren su "identidad de género" dentro del abanico LGTBI. Los fieles incluso disponen de textos en lenguaje inclusivo como alternativa a la oración tradicional. El párroco lo definió muy bien: "Tratamos de ser progresistas sin disculpas".

El de la iglesia presbiterana de Manhattan no es un fenómeno aislado. La pasada semana, el corresponsal de El Mundo en Paris, Iñaki Gil, citaba a Jérôme Fourquet, un politólogo y sociólogo francés de prestigio. Foruquet reflexiona en un artículo de Le Figaro sobre el paralelismo entre la actitud de los ecologistas y la religión: "Quizá estamos a punto de asistir a la emergencia de una nueva matriz, secular y no ya religiosa. Claro, hay diferencias mayores, la ecología se apoya en datos científicos y no en la fe. Pero el ecologismo funciona en el plano sociológico y cultural como antaño la matriz católica. Hay semejanzas en los términos y referencias: santuarios de la biodiversidad, agricultores que se convierten a lo bio, anuncios apocalípticos (...). El fin del mundo, para los ecologistas como para los cristianos, está provocado por la culpabilidad de los hombres, que deben, a continuación expiar sus faltas...".

Por si no quedara clara la analogía, remataba así su análisis: "El ecologismo, como antaño el catolicismo, tiene una influencia concreta en la vida de la gente, mucho más que otros relatos políticos. Es propio de lo religioso imponer a los creyentes una ortopraxis, es decir, la conformidad entre su fe y su comportamiento cuotidiano (...) el ecologismo (como las grandes religiones) dicta preceptos alimentarios muy concretos: el ecolo hace cuaresma todos los días pues debe evitar numerosos alimentos como el aceite de palma, la fruta que no es de temporada etc.".

En la adolescencia, allá por los 70 en Gijón, buscaba afanosamente una causa y un sentido de la vida, como el que encontró el psiquiatra Viktor Frankl en los campos de concentración nazis. Los hallé entre los peñascos donde la playa de San Lorenzo pierde la arena. Con la marea baja, emergía una piedra donde me sentaba horas mirando y oyendo el mar. Allí experimenté la gran epifanía y el sentido de la vida se manifestó claramente: las causas son personales y las que sirven para uno a otros le son indiferentes. Después de tantos cambios en el mundo y en la vida, tal vez debería volver hoy. Estoy seguro de que encontraría la piedra, mi piedra, inamovible aunque más desgastada por la erosión.