En una conversación con amigos salió el tema de las hipotecas y los alquileres. Muchos de ellos se compraron un piso en aquella época, de pronto absurdamente lejana, de la burbuja inmobiliaria. Por suerte, a pesar de la crisis, mis amigos pudieron seguir pagando sus hipotecas. Sus empleos y sus sueldos se vieron afectados, pero gracias quizá a una buena renegociación de sus deudas y a trabajar en sectores donde la indignidad no llegó a traspasar los límites de lo humanamente soportable, consiguieron hacer frente al embolado en que se habían metido. Y en ello siguen todavía, porque los años pasan, pero los marrones parecen perseguirnos siempre.

Me contaban, la otra tarde, que convertirse en propietarios era una de las peores decisiones que habían tomado en sus vidas, y envidiaban (exagero, me temo) la libertad que yo había tenido siempre para trasladarme de un lugar a otro en función de mis intereses o de los precios de los alquileres en cada momento. Ellos, decían, habían sucumbido a la cultura, tan arraigada en España, de la compra. Les parecía que vivir de alquiler era tirar el dinero, hacerlo desaparecer de sus cuentas corrientes sin más, ya que nada material acabarían sacando de todo aquello. En cuanto dejasen de pagar las cuotas mensuales, se quedarían con una mano delante y otra detrás y, al cabo de vivir quince o veinte años de alquiler se darían cuenta de que estaban en la calle, igual que al principio, sin un lugar propio, nada que les perteneciese. Ahora piensan, sin embargo, que lo que hicieron fue atarse de por vida a una propiedad que, en realidad, podría perder tal condición, esa materialidad que tanto aprecian, en cuanto, por la razón que fuese, se viesen obligados a dejar de pagar alguna de sus mensualidades, tal y como le ocurriría a cualquier arrendatario. Además, añaden, ninguno de ellos pudo, en su momento, comprarse la vivienda que de verdad les hubiese gustado, ya que el banco no les vendía el dinero suficiente para acceder a ella, y habían tenido que conformarse con pisos que ni les convencían ni, en la mayoría de los casos, les convenían en absoluto, ya fuera por el tamaño demasiado pequeño, las bajas calidades o la ubicación, alejada del centro, del lugar de trabajo o del colegio de los niños. Por si esto fuera poco, vender no es tan fácil como se pudiera creer y, en caso de conseguirlo, encontrar una nueva vivienda que cumpla las expectativas familiares volvería a quedar lejos de sus posibilidades. Después de todo, decían mis amigos, en el mercado inmobiliario, las cosas siguen igual que siempre.

Sin embargo, esto no es del todo cierto. Hay novedades. Hasta lo más truculento es susceptible de empeorar. Resulta que, igual que mis amigos, otra gente está llegando a la conclusión de que el alquiler podría ser una opción más favorable para ellos, lo que ha hecho que los precios se disparen hasta la impudicia, o la hilaridad, como prefieran. Así que ahora, quizá comprar sea la mejor opción para partirnos el alma por un techo. Paradojas de la vivienda digna.