La segunda acepción en el Diccionario de la RAE de la palabra "radicalidad" es "cualidad de radical, extremoso, intransigente". Abrazar la radicalidad significa, por tanto, en el plano personal, mostrar, por lo general, una actitud extrema e intransigente que no admite términos medios; y, en el plano ideológico, defender los cambios drásticos en las estructuras sociales (políticas y económicas) como vía para mejorar las condiciones de los ciudadanos.

No son pocos los ciudadanos que viven en la radicalidad. Se trata, por lo general, de personas que forman sus convicciones a partir de verdades que tienen por inconcusas y es el propio dogmatismo que rodea a la verdad asumida sin discusión el que conduce al radical a ser intransigente. La radicalidad no es una cualidad propia exclusivamente de una determinada ideología política, sino más bien de las dos que ocupan los dos lados extremos. Si el radical es extremoso, es porque le va del todo una de las dos maneras tradicionales de concebir la política: la derecha extrema y la izquierda extrema. Con esto se quiere decir, que hay radicales de derechas y radicales de izquierdas.

La cuestión que me gustaría plantear es qué es lo que conduce personalmente a la radicalidad. Como muchos de ustedes sabrán, Antonio Machado en su Juan de Mairena habla de tres clases de juicios: de creencia, de experiencia y de razón. Pues bien, tengo para mí que a la radicalidad se puede llegar a través de esas tres clases de juicio, aunque si tuviera que ordenarlas en atención a su mayor o menor utilización, diría que la vía más frecuente para ser radical es la de la creencia, que en menor medida se llega a través de la experiencia, y que en muy pocas ocasiones la radicalidad se asiente en un juicio de razón.

En efecto, cuando alguien llega a tener un firme asentimiento y conformidad con algo está poniendo en juego la emoción: considera como verdadero lo que siente intensamente como tal. El radical de derechas o de izquierdas, más que razonar, cree, y da por cierto lo que le dicta su juicio de emoción. Pero también se puede llegar a la radicalidad como consecuencia de un juicio de experiencia. Lo vivido, lo padecido, o incluso lo recordado, que se convierte en la experiencia de alguien respecto de un determinado sistema político actúa como detonante de su inclinación hacia un extremo u otro. Todavía hoy hay personas que por lo narrado por sus antecesores de sus experiencias en la guerra civil española se inclinan hacia un lado u otro de los dos extremos que se enfrentaron entonces.

Aunque no se puede descartar del todo, a la radicalidad no suele llegarse a través de un juicio de razón. Y es que cuando uno pone en marcha la facultad de discurrir a través de razonamientos es muy difícil desembocar en la extremosidad. Con la razón, no se ve todo blanco o todo negro, sino tonos grises con mayor pigmentación de un color o del otro. La razón no conduce, al contrario que la emoción, a lo exagerado, a lo desproporcionado, por eso el que hace uso habitual de esa facultad humana para representarse la realidad es muy raro que desemboque en la radicalidad.

Lo que antecede, más que alabar una clase de juicio en detrimento de los otros dos, pretende explicar las vías, todas legítimas, a través de las cuales formamos nuestras convicciones políticas. Cada uno de nosotros es como es, y su ideología, caso de tenerla, o sus inclinaciones políticas son fruto, en terminología orteguiana, de su forma de ser (su yo) y de su circunstancia. La pregunta que cada uno deber responderse es si la gobernabilidad de nuestra España exige apostar o seguir apostando por la radicalidad.