Incluso hoy en que Chirac es noticia en apariencia, los comentaristas preferirían hablar del inolvidable Mitterrand, que domesticó a su rival en la célebre cohabitación y le supera en las evocaciones editoriales por diez libros a uno. Esperemos que la predilección no se extienda a este artículo, consagrado a la muerte del último rey de Francia, Monsieur Cinco Minutos para sus amantes.

Chirac fue el monarca en pantuflas, en lugar de los zapatos con tacón de Louis XIV. El presidente fallecido culmina la herencia de De Gaulle, la política no volvería a ser lo mismo cuando entregó a su hija y asesora al conspirador Sarkozy, que aprovechó la oportunidad para traicionar al inquilino del Elíseo y encima se casó con una artistilla. El último dignatario de la derecha clásica acabó de convencer a los norteamericanos de que todos los presidentes franceses eran socialistas, con independencia de su adscripción ideológica.

Chirac, en cuerpo pero sin alma durante sus últimos años, negoció el tránsito de la grandeur a la grand peur que ha estallado en las algaradas sabatinas de los chalecos amarillos. Su equivalente garbancero sería un Manuel Fraga, pero el dirigente fallecido era tan francés que se opuso visceralmente a la entrada de España en la Unión Europea. Hasta sus escarceos con la corrupción cumplen con los requisitos de la edad dorada, con bolsos de Vuitton al estilo Rita Barberá para Bernadette Chirac, o con alquileres de viviendas notablemente rebajados. Por si fuera necesario, la desaparición del presidente que volatilizó el atolón de Mururoa demuestra que la política tradicional se ha esfumado. Le sobrevive el inmortal Giscard, que alcanzó el Elíseo veinte años antes. Fueron el aristócrata y el vecino de arriba, el Kennedy y el Lyndon B. Johnson que materializa los planes que su carismático predecesor solo acertaba a delinear. Y ojalá quedara espacio para glosar a Mitterrand.