Me gustan las iglesias. Aunque hace mucho que extravié la fe, que ando descarriado, (seguramente por esta costumbre mía de ir a diario buscando las costuras de la realidad), sé que son lugares sagrados para mucha gente y el respeto que eso merece los hace sacros también para mí, de modo que siento hacia los templos una especie de fervor vicario, delegado, amigable. Cuando viajo, e incluso en mi propia ciudad, siempre ando metiéndome en los que me salen al paso y me permiten la entrada, y disfruto en ellos de su paz, de su belleza, de su armonía.

Me gustan las austeras iglesias protestantes, las del norte de Europa, tan sobrias, tan ordenadas, tan eficientes, y también las iglesias barrocas del Sur (al que, brújula del revés, siempre señalo), abarrotadas de belleza hasta casi el punto de la fealdad, pero sin llegar a tocarla, con esa exactitud en el conocimiento de la frontera que supieron mantener quienes las construyeron.

Pero hay algo que me perturba en ellas. A veces, mientras las recorro absorto en los artesonados, en las vidrieras, en la imponente presencia del órgano, sin darme cuenta he caminado sobre alguna sepultura. No puedo evitar la sensación de estar profanando algo. Es difícil andar, siquiera sea de puntillas, sobre una tumba, especialmente si esa tumba está en un espacio sagrado, porque el templo de alguna manera viene a "santificar" aquellos restos, esa memoria. Un sepulcro en una iglesia deja un claro, un indudable mensaje: quien la ocupa fue un buen cristiano.

Creo comprender que esas son las razones más íntimas, más hondas, más arraigadas, la prioridad del prior del Valle de los Caídos, Santiago Cantera, su certeza absoluta de que los restos del general Franco no deben moverse de donde están porque, sin duda, lo considera un buen cristiano, y por eso se niega con todos los medios a su alcance a la exhumación de los restos del único dictador europeo enterrado en un mausoleo del Estado, bajo una desproporcionada cruz de 150 metros de altura.

Por diversas razones y azares de mi vida, acumulo tres excomuniones. Dos de la Iglesia Católica y una de la Iglesia Cristiana Palmariana de los Carmelitas de la Santa Faz, más conocida por "la Iglesia del Palmar de Troya". No es que me sienta especialmente orgulloso de estas circunstancias, pero algunas veces, cuando a uno lo han expulsado de un club y mira con detenimiento y ve a alguna de la gente que queda dentro, gente que anduvo bajo palio y tiene plaza en lo sagrado, acaso se siente reconfortado consigo mismo y libre, además, de la pesada carga de tener como camarada a gente con quien no querría cruzarse ni siquiera en el cielo reservado a los justos.