S e queja el público en general de que los políticos mienten más que hablan; pero un cambio en ese hábito sería tanto como pretender que los caníbales se hagan vegetarianos. Un profesional de la cosa pública que aspire al gobierno ha de ser, por razón de su oficio, un buen embustero. Ahora que se abre, casi como cada año, la temporada electoral, habrá ocasión de comprobar hasta qué punto han afinado esa destreza los contendientes.

El arte del engaño, que erróneamente se considera habilidad propia de trileros, es en realidad uno de los requisitos para hacer carrera en la política. Los más refinados en esta práctica consiguen decir una cosa y la contraria sin que el personal lo advierta; pero eso solo está al alcance de ciertos maestros del oficio. La mayoría se limita a contar trolas sin gracia, con lo que enseguida se les pilla. Hay que desconfiar del político que no sabe engañar como es debido a sus votantes.

Maquiavelo, el genio florentino que sentó cátedra en esta disciplina, aconsejaba a los gobernantes sobre la necesidad de mentir sin complejos. El fin justifica los medios, según dedujo Napoleón, uno de sus fieles devotos, de la lectura de El Príncipe. Un político como está mandado, venía a decir, no puede ni debe "mantener fidelidad a sus promesas" cuando eso vaya en perjuicio propio.

Encarecía Maquiavelo al Príncipe la habilidad "para fingir y disimular", en la seguridad de que "quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar". Los resultados de las elecciones, aquí y en cualquier otro país, avalan la exactitud de este pensamiento maquiavélico. Al igual que ocurría con los charlatanes en las antiguas ferias, gran parte de los compradores „de ideas y programas, en este caso„ están dispuestos a creer cualquier patraña, a condición de que sea lo bastante inverosímil.

Los principios de la moral no se aplican a la política ni a la guerra, que es su continuación por medios más cruentos. Lo que es bueno para la ética no lo es, en cambio, para la correcta gobernación de los asuntos del común.

Ciertos hábitos considerados vergonzosos y hasta deplorables en la vida civil se convierten en virtudes cuando se trata de la actividad política. La astucia, la doblez, la mala uva y la facilidad para la intriga y el disimulo, tan reprobables en el ciudadano particular, son sin embargo aptitudes muy valoradas y acaso imprescindibles para un político que aspire al éxito en su profesión.

El mismísimo Platón había justificado ya en su día la conveniencia de que los mandamases mientan a sus súbditos, siempre que sea por razones de Estado. La política, versión ligera de la guerra, consiste como ésta en el asalto al poder y su posterior conservación por cualquier medio.

Tal es la razón de que, en vísperas de una campaña „militar o política„ se multipliquen las trolas en forma de grandes promesas. No hace mucho, un partido emergente ofreció un sueldo a todos los españoles sin necesidad de trabajar; y en estos días previos a la próxima votación, el presidente interino no ha dudado en anunciar una dispendiosa subida de pensiones igual a la del coste de la vida. Y eso que la feria del voto no ha comenzado oficialmente aún.

Llega, en fin, la temporada electoral, que es en sí misma un tiempo de fábula. Solo falta por saber quién contará mejor el cuento para llevarse el voto.