El espíritu laico nació en el seno del cristianismo, con las famosas palabras con que Jesús exigió que diésemos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. El corte entre política y religión, entre imperio y fe pasaba a formar parte del corpus doctrinal de los primeros discípulos del rabí galileo, abriendo así espacios singulares de libertad ideológica que fructificarían muchos siglos más tarde en el laicismo ilustrado. Por supuesto, ser laico no significa necesariamente ser antirreligioso „la experiencia americana es concluyente al respecto„, sino asumir una neutralidad que distinga, por un lado, los reinos de la política y de la fe „el César y Dios„ y que, por el otro, facilite la integración de las diferencias: esa pluralidad característica de las sociedades modernas. La neutralidad no es agresiva sino defensiva; responde más al concepto de libertad negativa que manejaba Isaiah Berlin „en el sentido de interferir lo mínimo posible en la realidad„ que a su opuesto: la voluntad de imponer un determinado credo „ideológico, religioso, nacional„ a los demás. De ahí que en tantos países sea habitual „o, al menos, no resulte extraño„ que los padres puedan elegir entre escolarizar o no a sus hijos y que esté plenamente normalizado el uso de símbolos religiosos en la vida cotidiana: del escapulario del Carmen al crucifijo, del burka al velo.

Dentro de esa normalidad laica hay que situar la enseñanza del Islam en aquellos colegios públicos españoles donde por población haya una demanda suficiente para impartirla. Sin duda, cerrar los ojos a la presencia creciente de musulmanes en nuestro país constituye un error tan grave como no entender que, junto a los derechos, se da también la exigencia de unos deberes de lealtad constitucional y de integración.

La gran ventaja de introducir en las aulas la enseñanza del Islam es que su curriculum pasará a estar regulado, su aplicación será revisada por inspectores y los docentes que la impartan contarán con estudios universitarios. Todo lo contrario a lo que sucede hoy en día, en que el Islam se enseña sobre todo en las mezquitas, sin que el Estado tenga control alguno sobre los imanes que transmiten la fe musulmana.

En un mundo tan fracturado como el nuestro, reconocer que la pluralidad es un hecho no resulta sencillo. No lo es ideológicamente, ni lingüísticamente, ni tampoco en lo que concierne a la religión. Pero se trata de una realidad con la que deberemos aprender a convivir, aunque sea por el peso mismo de la demografía y por el valor que otorgamos a la libertad de conciencia. Europa cambia a una velocidad de vértigo y esa mutación conlleva transformaciones en todos los ámbitos, incluido el educativo y el de las leyes. No hay recetas universales que garanticen la convivencia, pero sí principios de actuación valiosos. Y uno de ellos nos dice que la democracia exige integrar más y segregar menos. Otro nos recuerda que una cultura sin un sentido ejemplarizante del deber no resulta viable. Otro sostiene que en el fundamento mismo de la democracia se encuentra la amistad, que es como hablar del respeto entre los diferentes. El último recalca que, más allá de esa heterogeneidad, necesitamos mitos compartidos y la creencia firme en una ciudadanía común. Desplegar un derecho reconocido en la Contitución del 78 y desarrollado en una ley firmada en 1992 no creo que nos aleje de ese objetivo, por muy lejano y complejo que nos parezca. Seguramente sea al contrario.