Hace unos años, la gente salió a la calle dispuesta a demostrar su indignación contra los políticos y una forma de hacer política que estaba muy lejos de los españoles, de España y casi diría que del planeta Tierra. Una política lunática, por así decir, que confundía el país con un mercado y a sus ciudadanos con patatas, en el mejor de los casos. Una política injusta, consanguínea, planteada para perpetuarse en el poder, para hacer fortuna, para que unos pocos viviesen a lo grande y otros muchos quisiesen imitarles. Una política de despilfarro e inanidad que tan bien describió Antonio Muñoz Molina en Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013). La irresponsabilidad política parecía haber tocado techo aquellos años, y el hartazgo era generalizado.

Desde entonces, una vez puestos sobre la mesa algunos trapicheos con tarjetas, financiaciones ilegales y enriquecimientos personales de partidos y políticos (los escándalos del PP en el gobierno a la cabeza y a lo bestia), las cosas han seguido empeorando, sin tanta ostentación, claro, pero con recortes dramáticos en Educación y Sanidad, por ejemplo, y con una absoluta falta de actitud o inteligencia, quizá de ambas, para tratar de atajar gravísimos problemas de las personas que vivimos aquí, en la Tierra, como el acceso a la vivienda, tanto a la hora de comprar como de alquilar, la precariedad laboral y el paro. Quienes tenemos hijos, sabemos cómo están las cosas en la educación pública, a pesar de la buena voluntad e incluso la heroicidad de muchos profesores. Aquello parece una granja de gallinas, pero no de las ecológicas. Tal vez dentro de poco, a algún colegio capaz de cambiar el inflexible plan de estudios, se le ocurra promocionar sus servicios con el eslogan: Ciudadanos educados en libertad, como hacen las marcas de huevos. De los vandálicos asaltos a la sanidad pública con la intención de privatizarla a mordiscos, o a mordidas, para ser más exactos, todos hemos sido testigos.

Y con todos estos problemas sobre la mesa, la irresponsabilidad de nuestros políticos alcanza ahora un nuevo hito con la situación a la que se ha llegado en Cataluña. La famosa sentencia parece excesiva, sin duda, pero que unos representantes elegidos democráticamente se salten las leyes que han hecho posible su propia elección es retorcido y fraudulento. La escenografía de la violencia de estos días resulta bochornosa, muy triste. Lo de las banderas y el sentimiento nacional de unos y otros me produce sarpullido. Habría que volver a salir a la calle con aquella indignación de entonces, a defender, en serio, la palabra libertad, porque dentro de poco, de tan deslustrada no va a servir ni para anunciar los mencionados huevos.