La historia del cristianismo es la historia de un fracaso que anuncia un triunfo. El Mesías que iba a liberar a Israel de la dominación romana fue crucificado en la cima de un montículo cercano a la Ciudad Santa. El Mesías llamado a confirmar la Ley exigió que la trascendiésemos. El Mesías, que se confundía con el mismo Dios, abandonó sus poderes, sus legiones de ángeles, su Reino y su omnipotencia, para ser llevado como al matadero sin presentar resistencia alguna. En el día de su juicio y su muerte, fue primero traicionado y después abandonado por los suyos. Al pie de la cruz permanecieron algunas mujeres „su madre en primer lugar„ y uno de los apóstoles, Juan, al que la tradición evangélica denominará "el discípulo amado". La historia de un fracaso, en efecto, que se traducirá con el paso de los siglos en una religión universal „la única plenamente extendida por todo el orbe„, cuna de Occidente y sucesora del Imperio Romano „el mismo imperio que había asesinado a su fundador„. Todavía queda por escribir un relato convincente y definitivo que explique cómo unos pocos centenares de fieles judíos lograron cristianizar el Mediterráneo en apenas unas cuantas generaciones. El misterio sigue formando parte de esa historia. En realidad, de cualquier historia.

Como forma parte de la santidad que, en sentido cristiano, es la imitación de su fundador. Por tanto, también imitación de su fracaso. Desde este prisma, Ian Ker ha publicado un hermoso artículo sobre la sucesión de desgracias que persiguieron al nuevo santo inglés, el cardenal John Henry Newman. Converso del anglicanismo, profesor en Oxford hasta que abrazó la fe católica, incomprendido en Roma, su vida tuvo mucho de amargo. Fue el caso singular „como sucedió con san Agustín„ de un pensador que cambió de religión por cuestiones fundamentalmente intelectuales, aunque siendo al mismo tiempo muy consciente de que la fe consiste antes que nada en un asentimiento; es decir, en la confianza puesta en algo o en alguien. El fracaso de Newman abrió paso al reflorecimiento del catolicismo en Inglaterra „de Chesterton a Tolkien, de Graham Greene a Evelyn Waugh, de Agatha Christie a Ronald Knox„, pero también al redescubrimiento de las raíces católicas del propio anglicanismo a través del llamado Movimiento de Oxford.

Y en última instancia, con su obra, Newman puso los cimientos de una espiritualidad que hoy reconocemos como precozmente moderna, aunque no resulte muy distinta a la que practicaban los viejos ermitaño del desierto: la que pone énfasis en las pequeñas cosas y no tanto en las grandes proezas, la que redescubre las fuentes patrísticas de la fe y concibe la evolución doctrinal como parte integrante en la comprensión del Credo. Pero, como todos los grandes pensadores, el cardenal no fue un personaje fácilmente reductible a los estereotipos que utilizamos hoy. No fue nunca, por ejemplo, un modernista ni alguien que defendiera los principios del liberalismo; más bien al contrario. Como buen conservador, en palabras de su biógrafo anglicano Owen Chadwick, Newman desconfiaba de los excesos, ya fueran emocionales, intelectuales, doctrinales o retóricos. Intuía que el relativismo liberal terminaría por erosionar nuestra confianza en las permanencias antropológicas o en conceptos como "verdad", "persona" o "humanidad". Era un hombre introvertido y contradictorio que intentó permanecer fiel en todo momento a su conciencia. Adoptó como lema la amistad entre los distintos frente a la intransigencia de las ideologías: Cor ad cor loquitur, ("el corazón habla a otro corazón"). Hoy lo veneran por igual anglicanos, episcopalianos y católicos. Su testimonio fue el de un hombre que fracasó en casi todas sus iniciativas. Esa es la paradoja.