Ha vuelto a ocurrir, como antes en París, en Christchurch (Nueva Zelanda), en la isla noruega de Utoya y en tantos otros lugares. Solo que esta vez sucedió en Alemania, país que debería, por su historia, estar especialmente atento al terrorismo de extrema derecha.

Un hombre armado y vestido con ropa de camuflaje mató al azar a dos personas, a la primera, en plena calle, a la segunda en un local de comida turca, tras intentar irrumpir, por fortuna sin éxito, en una sinagoga llena de fieles y que, incomprensiblemente para muchos, no estaba custodiada por la policía.

El propio terrorista grabó el ataque para presumir ante el mundo de su hazaña, dándole la máxima publicidad, y lo subió a una red social que no tardó en eliminarlo, aunque después se encargaran otros de relanzar el vídeo en distintas plataformas.

Asegura la policía que el terrorista disponía de todo un arsenal y que había fabricado sus armas con ayuda de una impresora 3D, siguiendo instrucciones que están, al parecer, al alcance de cualquiera en internet.

Resulta, además, significativo que el atentado se produjera precisamente en un land de la antigua RDA donde el partido de extrema derecha conocido como Alternativa para Alemania, que cultiva un discurso de odio, sobre todo hacia la inmigración de raíz islámica, está cada vez más fuerte electoralmente.

Se reprocha con razón a las autoridades de ese país, encargadas de proteger el orden constitucional, que hayan prestado siempre mucha mayor atención al mínimo atisbo de radicalismo de izquierdas que al peligro mucho más real, como se está comprobando, que representa la extrema derecha.

Alentada por el discurso incendiario y polarizador de políticos como Donald Trump, Matteo Salvini, Jair Bolsonaro y sus equivalentes de otros países, la extrema derecha se ha envalentonando y ha ido tejiendo complicidades en todas partes.

Hay quienes tratan de minimizar, de relativizar el terrorismo de la ultraderecha, explicando que se trata de acciones de locos que actúan por su cuenta, pero no es del todo cierto.

Basta leer manifiestos como los que esos criminales colocan muchas veces en las redes antes de cometer sus atentados y en los que los justifican apelando a la supuesta "voluntad del pueblo sano", frente a la inacción o complicidad de los políticos.

Revoltijos ideológicos que hablan de conspiraciones para acabar con la Europa cristiana o incluso con la raza blanca mediante una inmigración incontrolada, de la que serían culpables unas democracias excesivamente tolerantes y unos gobernantes cobardes y a los que tachan de "enemigos del pueblo", entre los que incluyen a la canciller federal alemana, Angela Merkel.

Contra los supuestos peligros que acechan a Occidente: el islam, el judaísmo internacional, el feminismo, la homosexualidad, se levantan esos nuevos cruzados, siempre dispuestos a competir entre sí con sus hazañas, de las que se ufanan en público y que luego comentarán sus fanáticos seguidores. Una vez más, ¡el sueño de la razón produce monstruos!