A estas alturas de la República Independiente de Cataluña salta la duda de si las fuerzas de ocupación son esos grupos de incendiarios que, sin ser nada ajenos, no acaban de ser de nadie. Son de ocupación precisamente porque al no parecer de nadie de la República Independiente de Cataluña es como si fueran de fuera. Nadie los reconoce suyos ni ellos reconocen a nadie: miran al paladín Gabriel Rufián y lo llaman "traidor".

Si no los condenan explícitamente Carles Puigdemont y Quim Torra, esas dos personas que no se dejan engañar por las apariencias, no sabremos a qué atenernos y podremos llegar a pensar, en este largo desconcierto de evasión de la justicia y retorcimiento de la realidad, de evasión de la realidad y retorcimiento de la justicia, que los incendiarios están ejerciendo el derecho democrático a la violencia con una pacífica destrucción de enseres urbanos mientras practican el diálogo, diálogo, diálogo con la policía autonómica.

Todo depende desde qué estado mental lo mires -si el de la república proclamada, aprobada por el Parlamento de Cataluña el 27 de octubre de 2017 o el de la no proclamada el mismo día en el mismo sitio- y desde qué estado físico, sea el cuerpo de Carles Puigdemont en el chalé de Waterloo; sea el cerebro de Puigdemont en el cuerpo de Quim Torra en Barcelona.

Torra, como cuerpo manejado por Puigdemont, es lento para decir o actuar, llega tarde a las reuniones, informa al público antes que a sus consejeros, pero es urgente que diga si está bien o mal que el centro de Barcelona se haya convertido en una zona de ocio urbano guerrillero y botellón de cócteles molotov donde romper cristales, quemar coches, robar patinetes y dejarse un güevo por la independencia con la policía catalana.