Nueva oportunidad para comunicarnos, hoy 23 de octubre, coincidiendo con esta nueva entrega del periódico. ¿Qué tal están? Por aquí sin novedad, amigos. Seguimos animados y productivos, al tiempo que razonablemente optimistas en los tiempos que vivimos, que no es poco, ante un presuntamente convulso 2020 que empieza a asomar su patita cada vez de forma más contundente. Y ya que afirmo esto y antes de nada, volviendo a revisar ese tema fetiche para mí que es el de la percepción del paso del tiempo, ¿se dan cuenta de que este vuela últimamente? O por lo menos así lo siento yo...

Metidos ya a la tarea, hoy les propongo una reflexión que, de alguna manera, haría tándem con la del sábado pasado, en aquella ocasión dedicada a las certidumbres e incertidumbres que exhibimos cada uno de nosotros. En aquel momento hablaba de todo lo que considerábamos milimetrado en nuestro esquema de ideas, creencias y valores, sin espacio muchas veces para holguras o para ser convencidos de lo contrario. En este momento, y también con el mismo telón de fondo de la agria situación que se vive en estos tiempos en Cataluña, con una fractura social evidente, quiero abordar el problema de la violencia, de una forma amplia pero a partir de tal realidad próxima.

En este sentido, les aseguro que las ideas de este cronista resisten una revisión exhaustiva y minuciosa de la hemeroteca, porque siempre he sido de los que han argumentado que la violencia nunca sirve para nada. Bueno, sí, para liar mucho más las cosas respecto a la situación de partida. Y es que, salvo en contadas ocasiones en la Historia -como ante el Tercer Reich- en las que no empuñar las armas hubiera significado un exterminio masivo y continuado, la violencia siempre engendra a la larga más violencia.

Fuera de tales situaciones límite, da pena ver cómo el necesario diálogo y entendimiento para llevar a buen puerto cualquier situación enquistada falta en tantas y tantas ocasiones. También en lo relativo a la cuestión catalana, como no, lo cual ha llevado al actual estado de las cosas, con posiciones mucho más radicalizadas hoy y con una radiografía de la sociedad catalana muy diferente a aquella en la que la cuota de soberanismo estaba, como mucho, en torno a un quince por ciento. Faltó diálogo, sí, y los intereses corto y medioplacistas de muchos de los actores en juego primaron sobre la voluntad de entenderse. Y sin voluntad de entenderse, la deriva natural es hacia el caos.

Por encima de esto, no olvidemos que este tipo de situaciones concitan también el interés de aquellos que buscan y ejercen la violencia por la propia violencia, sin más. Yo de esto sé un poco, porque lo he padecido en primera persona. Pónganse ustedes en Praga, en aquella doble cita anual del Banco Mundial y del FMI, donde las más reputadas, solventes y pacíficas organizaciones sociales del mundo reflexionábamos sobre desarrollo, economía y futuro. Era una cumbre alternativa donde, en el caso español, estaba presente la campaña Deuda externa, deuda eterna, con organizaciones tan poco problemáticas y tan reconocidas como Cáritas o Manos Unidas. Pues bien, las imágenes que llegaban a España eran las de una auténtica batalla campal, protagonizada por personas ajenas a dichos intereses y sensibilidades, y muy en particular las llegadas en trenes enteros fletados desde Italia por movimientos anarquistas y negacionistas de cualquier forma de organización humana, que solamente buscaban desestabilizar, provocar y acrecentar la ya importante fractura intelectual entre aquellas instituciones de Bretton Woods que se suponía buscaban mejorar la vida de las personas -y que en realidad la empeoraban con sus destructivas políticas de ajuste estructural- y el conjunto de la sociedad civil organizada.

Así las cosas, con actores para los que "cuanto peor, mejor", otros que entienden el diálogo como monólogo y unos terceros que buscan lanzar adoquines y prender contenedores para protestar por algo relacionado con el orden global, pero que tampoco tienen mucha vela en tal entierro, la cosa pinta mal. Y aunque ahora, por suerte, se haya calmado un poco el brote más agudo, la situación seguirá siendo muy compleja mientras no se agarre el toro por los cuernos -y eso que no soy de metáforas de mi denostada tauromaquia- y se aborden los problemas desde la honestidad, el sosiego y un cierto marco común, y no desde la demoscopia, los réditos electorales o la perspectiva a corto plazo.

La violencia nunca es la solución de nada, y sí el camino a la debacle más profunda como sociedad. Cada contenedor que arde, cada ojo que se pierde o cada herido grave -sea policía o manifestante- es una expresión del fracaso colectivo, y una agresión lacerante contra el conjunto y, como no, contra los individuos que sufren tales excesos. Ni sirve para nada, ni será catalizador de nada. Solamente introducirá más rabia, más tristeza y menos comprensión mutua, en una espiral que, una vez producida, puede desbocarse y llevar al abismo más horroroso. Siempre es así, aquí o en Grandes Lagos, pasando por la extinta Yugoslavia o en cualquiera de las cicatrices de América Latina. ¿Aprenderemos? No sé si empezar a dudarlo...