Para los niños que nacimos en la posguerra, Franco fue una presencia abrumadora que, bajo diversas formas, nos ha acompañado toda la vida. Las aulas de las escuelas estaban presididas por una foto del general ferrolano y otra de José Antonio Primo de Rivera; y lo mismo los andenes de las estaciones de ferrocarril, los vestíbulos de los edificios públicos, los despachos de las jerarquías, y de cualquier otro lugar donde fuese necesario acreditar que todos estábamos a las órdenes del hombre a quien debíamos un plato de sopa. Había fotos de Franco por todas partes y en las ocasiones solemnes el jefe supremo de todo aquello se hacía acompañar por un guardia mora a caballo como si fuera un sátrapa oriental. Y parecido tratamiento solemne le brindaba la Iglesia Católica que lo recibía bajo palio en los templos como agradecimiento por haber bendecido a la Cruzada y entregado al clero la formación de la juventud española. En diversos grados de comprensión (éramos unos niños a los que se negaban, por precaución, explicaciones enojosas) asistimos a las consecuencias del aislamiento internacional contra un régimen que había sido cómplice de las potencias fascistas. Y un poco más tarde a la llegada del "amigo americano" que vino a consolidar la dictadura a cambio de unas bases militares de altísimo valor estratégico y de dar respaldo a la política represiva contra el enemigo comunista, sobre todo en el interior del país. A partir de ese momento, y de un cambio radical en la política económica, la España de Franco se integró en la corriente de los grandes designios financieros y se produjo lo que se conoce como el "milagro español". Gracias, entre otras cosas, a los multimillonarios ingresos por turismo en cuya potenciación tuvo un papel fundamental un político gallego, Manuel Fraga Iribarne, que acabó siendo uno de los padres de la Constitución en la etapa democrática que siguió a la muerte del dictador. En los últimos días de la vida de Franco se especuló sobre cómo evolucionaría su régimen, pero el general enseguida respondió esa pregunta con una lacónica expresión: "Todo está atado y bien atado". Y tanto que estaba porque en su testamento nombraba "heredero suyo a título de rey" a Juan Carlos de Borbón, un legado que no desdijo la monarquía constitucional. Los niños que nacimos en la posguerra, creímos ingenuamente que con el nuevo sistema político la imagen de Franco habría dejado de abrumarnos para siempre, pero llevamos más de cuarenta años y la murga permanece. El último episodio ha sido la exhumación de su cadáver desde el Valle de los Caídos, el monumental mausoleo que diseñó, y su posterior traslado a un cementerio más modesto en territorios de El Pardo. El Gobierno en funciones que preside Pedro Sánchez asegura que es un gran triunfo de la democracia, pese a que han transcurrido cuarenta y cuatro años sin que ninguno de los presidentes que lo antecedieron se hubiera atrevido a hacerlo. Por otra parte, no hay constancia de que Franco hubiera expresado su voluntad de ser enterrado allí. Y podríamos suponer que se encontraría más a gusto en el cementerio del Palacio de El Pardo, desde donde dirigió con mano de hierro los destinos del país hasta su muerte.